Colombia: un souvenir del infierno

El régimen, las instituciones políticas y su debacle

Desde hace cerca de dos décadas el sistema de instituciones políticas de Colombia viene experimentando una desintegración progresiva. Todo el andamiaje institucional - los partidos, las elecciones, el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial - está en bancarrota. Salvo sus tradicionales beneficiarios, nadie cree ya en él y, curiosamente, todos se consideran sus víctimas. La disciplina social, las prácticas, las creencias y costumbres políticas que lo legitimaban han hecho crisis, rebasadas por la aparición de los nuevos fenómenos sociales, políticos y culturales que ha traído consigo el continuo proceso de choques y rupturas determinado por el desarrollo capitalista. Las nuevas circunstancias y la evolución tendencial hacia formas más extremas de explotación del capitalismo imperialista sobre las masas, exigen manifiestamente nuevas formas de gobernar y administrar a la sociedad.

Los síntomas de esta situación trabajan también en el mismo sentido: la generalizada corrupción administrativa, el auge de la guerrilla, la "invasión" del narcotráfico, la hipertrofia parasitaria de los aparatos represivos empeñados en la "guerra interna" e, incluso, los golpes de la naturaleza. Todos ellos se mezclan entre sí de muchos modos, acelerando un proceso de descomposición que eventualmente puede llegar a ser inexorable. En suma, el movimiento real de la sociedad, sus contradicciones y conflictos han rebasado hace ya mucho tiempo el esquema formal de poder de la burguesía. La fórmula empleada por Lenin en su tiempo para definir los estados de crisis o de ruptura socio-política, según la cual la clase dominante no puede seguir gobernando como hasta ahora ni sus súbditos parecen estar dispuestos a seguir soportando los procedimientos y las reinantes formas de poder, parece venirle muy bien a la situación colombiana actual.

El sistema político colombiano fue concebido hacia el fin de la década de los cincuenta como un régimen de alternación política contratado por los dos partidos tradicionales: el liberal y el conservador. Ambos partidos se sucedían en el gobierno y compartían papeles y atribuciones más o menos equitativas en el aparato estatal y en la fijación de las estrategias institucionales globales. De hecho, pese a la distinción formal de los dos partidos históricos, el Frente Nacional fue un régimen de partido único, con una estructura de poder y control social que imitaba el "sistema" fascista. De aquí surgió un sistema político profundamente autoritario, nepotista y excluyente, con ciertos rasgos de corporativismo fascista de molde franquista, basado en una estable alianza de los intereses latifundistas, los grupos monopolistas de la industria, del comercio y de las finanzas con el imperialismo de los USA, a cuya cabeza se encontraban la élite de burgueses y terratenientes y las castas política, militar y eclesiástica ciegamente obedientes a sus intereses. Bajo este régimen, la práctica "clientelista" y la existencia de cuerpos institucionales verticales directamente controlados por el partido de gobierno constituían el medio de organización y vinculación de la "sociedad civil" con el Estado. Unido a la ausencia absoluta de mecanismos de fiscalización de la gestión pública diferentes de la arbitraria voluntad de los "líderes" y caudillos políticos, el clientelismo estimuló la conformación de una verdadera cleptocracia gubernamental y una casta política archicorrupta dispuestas a asociarse con cualquier fuerza y con quien sea a cambio de respaldo político y financiero para perpetuar su posición en el poder. A pesar de que este fenómeno era públicamente conocido y causaba desprestigio, el sistema de clientelas y de liderazgos corruptos era un medio complementario de poder eficaz en una sociedad que, en gran parte, dependía del Estado para acceder a los medios de vida, a la educación, a la salud y al trabajo. Si a través del "método" clientelista se conseguía la adhesión de la población a los partidos, se construían lealtades y feudos políticos administrados por caciques locales y regionales dueños de los votos, de los electores, de la administración pública y de los recursos del Estado, por medio del corporativismo la sociedad y sus diferentes esferas eran modeladas de conformidad a las necesidades de la clase dominante y férreamente subordinadas a sus intereses.

Hacia fines de los setenta el régimen contratado de alternación de partidos fue formalmente sustituido por un régimen de competencia de partidos, abriendo el escenario electoral a nuevas fuerzas políticas y creando la ilusión de que había nacido un "sistema" institucional capaz de integrar a los excluidos políticos del Frente Nacional. No obstante, el poder del Estado siguió siendo detentado exclusivamente por los grupos económicos, por la llamada "clase política" local, por la alta jerarquía militar y la Iglesia católica. Por regla, nadie que no perteneciera a estos grupos - representados en la dirigencia política de los dos partidos tradicionales, el liberal y el conservador - tenía derecho por ley a acceder a la administración pública y el poder ejecutivo, aunque unos pocos miembros de otros partidos (particularmente, el "comunista") estuviesen representados en algunos de los cuerpos colegiados (concejos - el término "concejo" con "c" y no con "s" designa a la célula administrativa básica del municipio-, asambleas, congreso, senado). Durante los duros años del Frente Nacional, el PC pro-soviético, gracias a la prosecución de un método de alianzas tácticas con los sectores "progresistas" y "anti-imperialistas" del Partido Liberal, aparecía como un simple apéndice de este partido.

Por años, cuantos no eran miembros de los sectores de clase y de los grupos que conformaban lo que en su momento fue denominado la "oligarquía frente-nacionalista", fueron implacablemente marginados de las "ventajas" que ofrecía el sistema. Como una reminiscencia de la sociedad oficial durante la época de la Colonia Española, el nombre y el apellido de una persona llegaron a ser el índice de su poder o de su desgracia. Mientras en el transcurso de este largo período el proletariado carecía de toda forma de organización y expresión autónoma, el surgimiento de la democracia radical jacobina, de los movimientos nacionalistas y pequeñoburgueses, así como la actividad de los micro-partidos obreros reformistas, estuvieron marcadas por el signo de la exclusión y constituyeron, además, la primera tentativa de racionalizar ideológicamente ese estado para darle una connotación política fuera del régimen político establecido. Todos estos movimientos y partidos estaban formados por el ejército de los nuevos estratos y capas medias de la población a los que el desarrollo capitalista y estatal había comunicado vida, pero que tenían vedado cualquier tipo de expresión política propia dentro del régimen. Sus programas y consignas políticas reflejaban mucho más un sentimiento de odio y resentimiento hacia la exclusión de los poderosos que un sistema de ideas coherente o una crítica de fondo al orden social que producía la exclusión y la miseria. Pese a que en muchos casos estos partidos fueron tolerados por las autoridades, en la práctica quedaron a discreción de las mismas, las cuales, en cualquier momento y bajo cualquier pretexto, podía declararlos fuera de la ley. Hasta nuestros días, el Poder mantiene esta prerrogativa y, de hecho, hace uso de ella durante las coyunturas de ascenso de masas y agitación política. En el mejor de los casos, las posibilidades de participación política de la "oposición" fueron y continúan siendo limitadas a unas cuantas curules en los concejos municipales, en las asambleas departamentales de diputados y en el congreso de la república. Ante el cierre de todas las vías institucionales para dar cauce a las reivindicaciones de los grupos sociales distintos a los de la esfera oligárquica, muchos no tuvieron otra alternativa de acción política que la insurgencia armada. Al elegir esta vía retomaron la tradición insurreccional de la lucha campesina y adoptaron el método acostumbrado a lo largo de la historia política del país de dirimir los conflictos de poder mediante el fomento de la guerra civil.

Tras la culminación formal y legal del Frente Nacional en los comienzos de los ochenta, continuó un Frente Nacional real, con los mismos partidos y los mismos protagonistas. No obstante, un sector de la democracia pequeñoburguesa matriculado en la socialdemocracia consideró terminado el ciclo de luchas políticas extraparlamentarias. Dando un viraje a su política "guerrillerista" se sumó a la apertura democrática iniciada durante la administración de Belisario Betacurt (1982-86), llamando a una nueva constituyente que reestructurara el Estado, integrara a la "sociedad civil" marginada en el sistema de representación política, y diera nueva vida al sistema de intercambio político, incorporándole los movimientos sociales, las ideologías y programas que se habían desarrollado al margen e incluso contra el Frente Nacional. Tales sectores, originados fundamentalmente entre la clase media intelectual y en el movimiento estudiantil de los años 60 y setenta, cuya expresión política era el insurgente M-19, se reinsertaron, finalmente, en la vida civil y política durante la administración del presidente César Gaviria (1990-94), pero su proyecto político socialdemócrata dejó de tener resonancia rotundamente al defraudar por completo las expectativas que sus bases sociales rurales y urbanas habían cifrado en los pactos de paz firmados por los líderes de ese movimiento y el gobierno. En efecto, cuando partían de la hipótesis de que tales pactos significaban la realización parcial del programa político agitado en el transcurso de una guerra de más de 20 años, en cuyo camino habían quedado tendidos miles de muertos, se encontraron con la dura realidad de que sus antiguos jefes, ahora en su calidad de ministros y funcionarios del Estado colombiano, estaban aplicando la reforma neoliberal que apenas pocos meses antes denunciaban "enérgicamente" como una de las causas de la guerra.

Por su parte, los sectores más radicales de la democracia pequeñoburguesa sondearon y entendieron la profundidad de la crisis del sistema político. Al penetrar mejor en la realidad sociopolítica, percibieron desde el comienzo la precariedad de la constituyente convocada para remediar la crisis. Ante sus ojos se reveló la insuficiencia de la pura voluntad política para solucionar problemas que tienen origen en la estructura económica de la sociedad y no en la legislación del Estado o en el estilo de gobierno. A su juicio, la promulgación de la carta constitucional no podía, en efecto, modificar esta realidad. La nueva constituyente incurrió, en cambio, en el viejo fetichismo jurídico que ingenuamente lleva a pensar en la omnipotencia de la política, que estima que emitiendo buenas leyes se pueden crear mejores hombres, que emitiendo o derogando decretos se pueden edificar o modificar las estructuras y las formaciones sociales configuradas en el curso de prolongados procesos históricos. La constitución puede, por ejemplo, proclamar el derecho al trabajo, pero no puede darle trabajo a nadie, ya que el empleo en la sociedad depende de fuerzas y condiciones económicas del todo independientes de la legislación del Estado, fuerzas que, por lo general, guardan relación con la acumulación del capital, el mercado y el ciclo de los negocios. En el mejor de los casos, la constitución podía ser sólo una declaración de principios e intenciones acerca del "deber ser" de los hombres, pero no podía cambiar sus costumbres, sus relaciones materiales ni ponerse por encima de sus circunstancias reales. En cierto modo pudo más la inercia de las cosas y de las costumbres que la voluntad política de los arquitectos de la constitución de 1991. A la democracia pequeñoburguesa (el PC, el ELN y las FARC) le bastó, pues, persistir en su actividad de siempre y mantener la retórica "revolucionaria" que había repetido durante años para atraerse el apoyo que los socialdemócratas se habían enajenado.

El prodigioso crecimiento en progresión geométrica de la democracia pequeñoburguesa y de los reformistas armados en los últimos 15 años se explica por esa causa. Entre tanto todo el movimiento político de la izquierda tolerada, que actuaba abiertamente en la política y en el sindicalismo en estado de semilegalidad, desapareció. Una parte, la SocialDemocracia, fue absorbida por la llamada "apertura democrática" de los años ochenta y noventa, mientras que la otra parte, la Unión Patriótica, la Unión Democrática Revolucionaria y A Luchar, fue exterminada, desterrada o enviada al exilio por la "guerra sucia" librada por las autoridades contra la "subversión armada y desarmada". Esta izquierda que erróneamente fue llamada por sus críticos más radicales con los términos peyorativos, pero superficiales, de izquierda "legal", era, en realidad, más una izquierda legalista, que pretendía conquistar una paz democrática "con justicia social", aún por encima de su estatus jurídico y la actitud proscriptora de las autoridades. No obstante sus creencias democráticas y su respeto por el orden establecido, la paz de los cementerios fue la única paz que le fue concedida por el establecimiento dominante. La cruz del sacrificio, el 'requiem pacé de la burguesía, he aquí la única conquista de esta izquierda tras su martirio por la democracia. En cambio, la "otra" izquierda, cuyo discurso ideológico-político es, sin embargo, exactamente el mismo que el de la "izquierda legal", pero que no tiene una práctica legalista, sino armada y ha declarado la guerra al régimen que se opone a la ampliación de la democracia y a la realización de las reformas sociales, ha experimentado un avance vertiginoso en los últimos 15 años. Sus ejércitos, mezclados a todas las formas de la economía subterránea y a los intereses locales y regionales de colonos, compañías petroleras y mineras multinacionales, comerciantes, hacendados, etc., prosperan y se nutren de hombres y recursos con la misma facilidad que los negocios ilícitos se convierten en la única opción de supervivencia en medio de una sociedad masivamente marginalizada.

Las Relaciones Dinámicas entre las Clases y su Papel en la Fase Crítica del Régimen Político

Aun cuando los grandes oligopolios y los sectores terratenientes, aliados a las multinacionales y al capital financiero internacional, constituyen la agrupación de fuerzas sociales dominantes, la burguesía media e, igualmente, la nueva y vieja pequeñaburguesía (trabajadores de cuello duro, profesionales, intelectuales, tenderos, campesinos minifundistas, artesanos, pequeños comerciantes, etc.), han dado signos de ingresar a la vida política con sus propias banderas. Aunque sólo sea por su número y su influencia sobre la llamada "opinión pública", estas fuerzas tienen todavía mucha importancia en Colombia. Fácilmente se infiere de ello que el espectro político y social en Colombia ya no tiene la uniformidad y no presenta la faz de absoluta nulidad que caracterizaron los tiempos de la hegemonía del Frente Nacional. Tampoco puede afirmase que la alianza dominante ha sido siempre monolítica e irresquebrajable y sería también un error considerar que su crisis proviene de ataques externos. La crisis es una crisis endógena al conjunto de la sociedad, pero se expresa como una crisis del régimen político y sus formas institucionales. Coincide con la crisis del sistema imperialista y con las crisis de internacionalización de algunas nuevas potencias, así como con los problemas de inserción de la "economía nacional" en el marco más interdependiente de la concurrencia mundial, pero se manifiesta bajo las particularidades históricas y sociales propias de los países más atrasados de la periferia capitalista.

Desde hace cerca de dos décadas y, particularmente, a partir del hundimiento de la URSS y de la declinación manifiesta del poderío americano frente a otras metrópolis imperialistas, los grupos dominantes, asociados a una base conformada por la burguesía media y la pequeñaburguesía, comenzaron a dividirse en fracciones rivales, cada una de las cuales, según las circunstancias y las conveniencias, ha formado filas en el bando imperialista que promete compartir el mayor número de beneficios y puede contribuir mejor a la realización de sus respectivos intereses sociales y económicos. El descubrimiento de importantes yacimientos petrolíferos, carboníferos y gasíferos, los proyectos de construcción de un nuevo canal que unirá los océanos Atlántico y Pacífico atravesando una franja del territorio colombiano en la parte noroccidental del país, unidos a la ola de privatizaciones, a la apertura del mercado de capitales y a la internacionalización de la economía, han añadido nuevo material inflamable a las rivalidades interimperialistas y de los grupos de poder en Colombia. Pese a que continúan asociados frente a enemigos y amenazas comunes, los miembros y fracciones de estos grupos que no tienen cabida en un bando del capital imperialista se agrupan en el otro. El hecho de que los países de América Latina sean objeto de una constante disputa gracias a sus inmensas potencialidades de extracción de riqueza en contraste con su patente escasez de capital y la imposibilidad de existir económicamente fuera del circuito internacional de reproducción de las metrópolis, ha propiciado una aguda lucha interna que ha sumido a algunos de estos países en una profunda inestabilidad política; Colombia representa un punto muy elevado de esta confrontación.

A partir del inicio de los años 70 un nuevo fenómeno emergente en el horizonte, el narcotráfico, se convirtió en un factor de primer orden tanto en las finanzas y en la industria, como en el suministro de soportes pecuniarios a los partidos en el poder. Este fenómeno irrumpió en la escena social con una repercusión terriblemente desestabilizante sobre todos los ámbitos. Bajo la mirada cómplice de la administración y de las autoridades sedientas de su dinero, el fenómeno del narcotráfico creció hasta que el gobierno norteamericano y las facciones sociales aliadas en el bloque dominante en Colombia, temerosos de perder su influencia bajo la amenaza de un inmenso poderío económico, alertaron contra él y presionaron a los gobernantes colombianos a adoptar una estrategia global para contrarrestarlo.

La reacción del narcotráfico no se hizo esperar. Sus representantes y beneficiarios en todas las esferas, pero, particularmente en la política, adoptaron un lenguaje populista "anti-imperialista". El entonces parlamentario del movimiento "Nuevo Liberalismo", liderado por el futuro candidato presidencial Luis Carlos Galán (cuyo asesinato en 1989 ha sido imputado al narcotráfico), Pablo Escobar impulsó varios debates en el Senado de la república contra la "intromisión" extranjera en los asuntos internos del país. Carlos Ledher, otro de los jefes del narcotráfico, constituyó el Movimiento Latino Nacional, una mezcla nauseabunda de toda la hez de la sociedad amasada con sobornos y aderezada con lenguaje fascista. Desde la primera mitad de los años ochenta, la pugna entre los sectores del poder y el narcotráfico y entre los carteles de las drogas de Medellín y de Cali por el control del mercado, ha conducido a una serie interminable de episodios luctuosos - entre ellos el asesinato de los tres principales candidatos de la campaña presidencial de 1990 Luis Carlos Galán (partido liberal), Bernardo Jaramillo (unión patriótica) y Carlos Pizarro (m-19) - y ha producido las más curiosas y "desconcertantes" alianzas entre la "Ley" y el "crimen" tanto para compartir ganancias como para combatir enemigos comunes (en especial, a la guerrilla y los partidos de izquierda). Pese a todo el escándalo hipócrita de la burguesía local y los agentes del gobierno de los USA en torno a la "guerra contra las drogas", el narcotráfico está presente y prospera allí donde la actividad y la vida giran alrededor de la propiedad, el dinero y el poder. Así, el creciente influjo del narcotráfico sobre la sociedad se explica por el hecho de que, además de estar basado en el poder económico capitalista, se apoya en el hecho de que las condiciones actuales de la acumulación capitalista no dejan otra opción de supervivencia a la gran masa de marginados generados por ella que el crimen y los negocios ilícitos; ahora bien, este potente influjo implica un nuevo factor de discordia y perplejidad en la situación de la clase dominante. El poder del narcotráfico es tan grande como el poder del dinero en la sociedad burguesa; al luchar contra él, una parte de la sociedad burguesa lucha no sólo contra otra parte de la sociedad sino contra la propia esencia de la misma. Los resultados infructuosos que deja hasta hoy la guerra contra las drogas encuentran una razón lógica en la condición misma de la sociedad dentro de la cual se intenta adelantar esta guerra. Se ha generado, así, una lumpemburguesía para la cual el soborno es la moneda regular del tráfico y la violencia y el chantaje son el medio habitual de obtener resultados económicos o políticos. En lo fundamental, esta lumpemburguesía, al ser excluida de la "sana sociedad legal", se ha visto obligada a obrar por sí misma, a despreciar toda suerte de intermediarios y a ver en el Estado y la juridicidad formales (el sistema legal que la prohibe) un molesto obstáculo y en la burocracia un costo más a su operación.

No obstante, la lumpemburguesía se ha abierto paso como suele hacerlo el dinero: comprando. Y, en la sociedad burguesa, todo se puede comprar y vender porque todo es mercancía. Nadie ha escapado a sus seducciones; la lujuria del dólar fácil ha hecho presa de la burguesía y de los políticos de todos los signos, pero, especialmente, de los políticos del poder. El número de funcionarios públicos de medio y alto rango, pero también el de banqueros, periodistas y hombres de negocios que figuran en la nómina de la lumpemburguesía aumenta de día en día. Ningún fenómeno pone en evidencia mejor que éste la verdad profunda de que, bajo ciertos períodos y circunstancias de profunda crisis en los que el aparato legal y formal de la sociedad ha sido desbordado por el nacimiento de nuevas fuerzas y relaciones económicas y en que los hombres no encuentran formas de vida satisfactorias en las prácticas y condiciones formalmente admitidas, aun cuando las leyes dicten e impongan normas y deberes a sus representantes, no pueden evitar que éstos obedezcan y sigan sus verdaderos intereses y condicionamientos materiales. El fenómeno del narcotráfico y del soborno generalizado de los representantes de un orden social configura un ejemplo destacado de la contradicción y rivalidad que media entre los verdaderos principios que rigen a la sociedad y las fórmulas jurídicas y legales a las que se pretende acondicionar a los individuos. Al partir de los principios de la sociedad y confundirse con sus formas y relaciones económicas, el narcotráfico pone de relieve la impotencia y la vaciedad de unas leyes que pretenden continuar rigiendo y enmarcando la conducta de los hombres cuando las necesidades y los intereses reales de éstos los impulsan a transgredir sus requisitorias éticas. Así, pues, la "sana sociedad legal" sólo sigue siendo tal por la simple posibilidad de separar de manera esquizoide la actividad real de la mera apariencia formal dentro de un sistema en el que la reinante división del trabajo impone la dicotomía entre la sociedad civil (o burguesa) y el Estado, entre el hombre real y el ciudadano, entre lo público y lo privado, entre la simple ficción jurídico-legal de las relaciones sociales y su contenido real. Mientras la llamada "sana sociedad oficial" finge observar farisaicamente las formalidades del sacrosanto "orden legal", sabe que puede entregarse en secreto a sus inconfesables debilidades y concupiscencias bajo su ardorosa pasión por el dinero.

Pero estos trazos no son suficientes para completar el cuadro. En la medida que el dinero del narcotráfico opera mejor en la economía si ha sido previamente lavado, un verdadero mar de dólares ha invadido todas las esferas de la inversión y de los negocios. Todos los portadores del dólar expendido por el narcotráfico - testaferros, autoridades, banqueros, comerciantes, etc. - han ido de compras o se han dedicado a financiar operaciones de comercio, han realizado inversiones importantes en el sector del transporte y en la industria turística, pero, especialmente, se han consagrado al negocio de los bienes raíces. En los años ochenta y durante la mayor parte de la década de los noventa, la inflación y los precios altos han sido la constante. Aparte del elevado gasto público y la caída de la producción industrial, la inflación y la elevación del índice de precios tiene también explicación en la injerencia del narcotráfico. Por otra parte, el gobierno central ha debido recurrir a rigurosas medidas monetarias a través del Banco de la República para controlar la tasa cambiaria y evitar la caída del dólar frente al peso, con el objeto de estimular a los exportadores. Pero éste no ha sido su principal rasgo económica y socialmente conflictivo. En la medida que ha llevado a cabo lo que se ha dado en llamar la "contrareforma agraria y urbana", consistente en la acentuación de la concentración y centralización de la propiedad inmobiliaria, el narcotráfico ha contribuido como ningún otro factor a la agudización de la guerra interna. Debido a su necesidad de contar con una fuerte cobertura de seguridad para sus operaciones y a los intereses que representa en la sociedad frente a la burguesía industrial, la pequeña burguesía rural y el campesinado pobre - a los cuales en muchos casos ha expropiado o arruinado progresivamente - se ha convertido en una de las principales fuentes de financiamiento de todas las formas de violencia social y política. Así, pues, el narcotráfico y la lumpemburguesía envuelven a veces una desconcertante paradoja: mientras, por un lado, constituyen una fuente adicional de ganancias extras para el capital y contribuyen a atenuar la crisis internacional de valorización del capital, al mismo tiempo representan, por otro lado, una amenaza nada despreciable para los poderes económicos y las alianzas sociales burguesas que hasta hoy han configurado los equilibrios político-sociales del Poder.

Las contiendas intestinas de las diversas fracciones de la clase capitalista, la lucha de los viejos grupos terratenientes por mantenerse, la emergencia de una rica lumpemburguesía con origen en el narcotráfico deseosa de poder y de áreas de control, los intereses de las distintas potencias imperialistas sobre el petróleo, las telecomunicaciones, la generación de energía, los proyectos de inversión estratégica, etc. unidas en los potentes batallones del capital financiero internacional, han convertido el país en el campo de una confrontación cada vez más aguda. La contienda ha llegado a tal extremo que cada fuerza social y política, excepto los trabajadores, cuenta con su respectivo aparato militar. A su vez, cada una de estas fuerzas aspira a ser el Estado y a atraerse el beneplácito de los distintos poderes económicos que intervienen en la confrontación. La lógica con arreglo a la cual operan estas fuerzas parece ajustarse al siguiente esquema: primero, llevan a cabo la toma de un área y erigen un pseudo-Estado; luego, negocian con los intereses económicos más poderosos existentes en la zona, realizan pactos económicos y políticos, intercambiando dinero por seguridad. Asociados a los ejércitos regionales, los intereses económicos y sociales locales han tenido, por primera vez, ocasión de expresarse a despecho del gobierno central que tradicionalmente los ha excluido. En consecuencia, el territorio y el poder se desmembran. Las garantías y papeles que el Estado no ofrece los proporcionan y los llenan las distintas fuerzas armadas que existen en el país. Pero esto también acentúa la intervención militar del imperialismo de los USA que ve desafiados los intereses que tradicionalmente habían defendido sus aliados en el país. El incesante ataque de que ha sido objeto el bloque de clases que detenta el poder del Estado central bajo un régimen político oligárquico, es, al mismo tiempo, un ataque a los intereses imperialistas de los USA hasta ahora protegidos por él.

La exposición seguida hasta aquí nos permite advertir con mayor claridad en qué consiste y cuáles son los rasgos asumidos por el proceso social y político de descomposición de las bases que sustentan el régimen político y el andamiaje institucional tradicionales. Previendo las consecuencias del conflicto y con miras a evitar el desastre, los diferentes grupos burgueses - tanto los que están fuera como dentro del régimen oligárquico - hablan de establecer un nuevo contrato social y político a través de la convocatoria de una asamblea constituyente que reúna a las nuevas fuerzas, reconozca su lugar en la sociedad y les permita negociar con las otras alrededor de la siguiente cuestión: ¿cuál será el marco político y legal en el que va operar la dominación burguesa en los próximos cincuenta años? ¿Cuánto poder corresponderá a cada uno y cómo será gestionado? ¿Cuáles serán las nuevas instituciones, sus jurisdicciones y sus competencias? En consecuencia, la gran pregunta que resta por resolver es, a saber: ¿hasta qué punto los grupos y fracciones dominantes hasta hoy están dispuestos a ceder a las reclamaciones de las nuevas fuerzas ya presentes en la escena?

Mientras esta negociación se produce, la guerra se extiende e intensifica en razón del interés de cada grupo de fortalecer su posición para la eventual negociación política, que, en general, se acepta como inevitable. Pero he aquí que esta conducta ha traído consigo un nuevo motivo de disensión entre la clase dominante: el nivel de enfrentamiento y la pérdida del control sobre importantes zonas y poblaciones del país han introducido un alto grado de incertidumbre en los cálculos políticos. Las diferentes fracciones de la burguesía se deslindan en torno a soluciones y tácticas discrepantes para alcanzar una misma estrategia dirigida a neutralizar o reducir a la inocuidad el conflicto. Hay todavía rivalidades en torno a cómo se va a conseguir esto. Quienes están de acuerdo con la transacción política inmediata y sin condiciones previas se preguntan: si negociamos, ¿hasta dónde podemos y debemos llegar? A su vez, los que estiman que se deben postergar las negociaciones para el momento en que la guerrilla esté debilitada militarmente (deseo que el poder político en Colombia ha albergado por más de cuarenta años sin que se le realice), calculan compartir una cuota menor de poder. Como puede apreciarse, la paz o la guerra, ya no son las cuestiones que los litigios y discusiones actuales de la clase burguesa tratan de resolver; los verdaderos dilemas y preocupaciones de la política capitalista giran alrededor de esta otra cuestión cardinal: ¿sobre la base de qué intereses y fuerzas reales se van a construir las estructuras de poder y los proyectos institucionales estratégicos del inmediato y el mediato futuro? No obstante, a medida que el conflicto interno se escala, la incertidumbre y la duda de los contendientes carcomen todas sus decisiones y destruyen todos sus cálculos.

La opción que cada día cobra más fuerza entre la burguesía es la de sentar a la guerrilla en una mesa de diálogo a fin de llamar a una nueva asamblea constituyente que sirva como antesala de un pacto de paz y un nuevo contrato social que integre a la insurgencia y a los grupos sociales que ella representa en el marco de un Estado reconstituido y adecuado a las realidades actuales. Como lo señalamos arriba, en 1991 se había planteado el mismo problema a la clase dominante. En ese mismo año sesionó la asamblea constituyente que promulgó una nueva carta constitucional, la cual reemplazaba a la de 1886. Empero, como la "nueva" superestructura era una creación puramente formal - a la que le faltaba una infraestructura real - fue incapaz de alcanzar los nuevos equilibrios de poder que se proponía construir. Esta constituyente pretendía producir un doble efecto mortífero: de un lado, integrar al sector socialdemócrata de la insurgencia y, del otro, aislar y despojar de todo sustento político a los restantes sectores del movimiento guerrillero, de tipo stalinista y castrista. Aunque logró su primer propósito, no pudo conseguir el segundo; por el contrario, el fenómeno insurgente se multiplicó progresivamente. Detrás de la socialdemocracia armada no había nada, los verdaderos factores reales del conflicto estaban representados por las demás organizaciones y éstos, precisamente, fueron ignorados por la constituyente. En consecuencia el conflicto no sólo prosiguió, sino que se ahondó y encarnizó en los años sucesivos.

En general, sin embargo, las divisiones de los diversos grupos de la clase dominante en torno a las alternativas que se esbozan para enfrentar la crisis, son el reflejo de la división de los diversos intereses materiales que representan, así como de la debilidad de todos para imponer su hegemonía. Aún no emerge ese 'primus inter pares' burgués capaz de unificar a la reacción alrededor de una coherente política de orden y de un proyecto de Estado en que se reconozcan todos los intereses y particularidades que tienen expresión real en la sociedad civil burguesa. Ninguna de las fuerzas presentes en la palestra es suficientemente poderosa para establecer un bloque de alianzas estratégicas seguro y estable para todos los grupos y fracciones de la clase dominante. Tal es la causa de que, en los últimos años, los alineamientos y realineamientos sociales y políticos se alteren continuamente y se efectúen en la situación cambios tan rápidos como los que se registran en el incesante flujo de los acontecimientos unidos a las acciones y reacciones impuestas por la confrontación social, política y militar en Colombia.

No obstante, ante la ausencia de un movimiento obrero revolucionario - en un país donde, según el censo oficial, la cifra de asalariados asciende a 12 millones de personas y la de pauperismo absoluto llega a los 20 millones - la crisis de poder de la burguesía no nos pone todavía ante una situación revolucionaria ni va a desembocar necesariamente en una sublevación general contra el capitalismo.

Por miseria absoluta el gobierno entiende:

  1. la percepción de un ingreso inferior al salario mínimo normal - 150 dólares mensuales,
  2. carencia de una vivienda adecuada,
  3. ausencia de servicios públicos,
  4. no acceso a la educación y a la seguridad social etc.

Para que se llegara a este estado se requerirían un partido comunista revolucionario, el armamento general del proletariado dentro de una amplia red de organizaciones que reúna a las masas desheredadas, así como una fuerte difusión del programa comunista. Existe, sin duda, una crisis del sistema social capitalista en esta región del mundo, pero esta crisis todavía no se traduce en consciencia de clase y en militancia por el comunismo. No hay, por tanto, una crisis revolucionaria que amenace al sistema social capitalista como tal, sino una crisis limitada al régimen político oligárquico tradicional cuyos orígenes pueden identificarse, en primer término, en la emergencia de nuevas fuerzas burguesas y capitalistas en la sociedad que pugnan por adquirir una expresión en el Estado, en segundo término, en la presión ejercida por las nuevas potencias emergentes sobre el status quo existente fundado en la hegemonía regional del imperialismo estadounidense y, en tercero y último término, en un proceso de franco deterioro del tejido de instituciones civiles e ideológico-culturales que había mantenido en cohesión a la sociedad.

Aunque la clase dominante ha intentando adelantar varias reformas desde la segunda mitad de la década de los setenta, el régimen político no sólo sigue siendo inadecuado para encarar las mutaciones que se están registrando, sino que ni siquiera ha experimentado reformas trascendentales. En vista de los síntomas de hundimiento de la economía real y de la creciente restricción de la cuota de ganancia, su misma facultad de autoreformarse se encuentra en entredicho. Como consecuencia, los factores de crisis se han ido acumulando larvariamente y las fuerzas democrático-burguesas que buscan una redistribución de los papeles de los detentadores del poder se han fortalecido gradualmente como alternativa política. Sin embargo, este avance de la corriente de ampliación de la democracia capitalista no se registra sin encontrar serias resistencias: rutinas, inercias, prejuicios ideológicos, praxis políticas insuficientes, etc. De hecho, su progreso ulterior y su triunfo no son del todo seguros por cuanto su marcha tiene lugar en medio de la agudización de la desintegración del régimen político y de los aparatos administrativos a su servicio, sin que se vislumbre, por lo demás, a corto o mediano plazo, un período de transición hacia nuevas formas políticas e ideológicas de control social y administración del Estado. De este modo, el caos, el creciente desgaste y la desesperación que parecen reinar en las esferas del poder agitan y estimulan cada vez más tanto la sangrienta confrontación que traumatiza a la sociedad burguesa en esta región del mundo, como la entronización de formas de poder extremadamente autoritarias. Tales elementos son, en medida considerable, síntomas del punto de inflexión a que ha arribado el régimen. La característica más conspicua de esta situación es que nada funciona, salvo el terror.

¿Podemos salir del infierno?

A. Las barreras del nacionalismo a la constitución de un movimiento autónomo de clase y su consciencia: nacionalismo versus difusión del marxismo

En seguida nos referiremos a las dificultades político-culturales y "sociológicas" que atraviesa el intento de construir el Partido. Además del terror blanco extendido a la oposición política, cualquiera que sea su naturaleza, todas las tentativas por actualizar conscientemente la necesidad de que los trabajadores cuenten con su propio partido político (tentativas que históricamente se remontan a los años Veinte y se extienden a lo largo del resto de la centuria) han tropezado siempre con una atmósfera general asfixiante que milita contra la posibilidad de autoexpresión del proletariado.

A la debilidad estructural de la clase obrera colombiana, propia, además, de la gran mayoría de los países de la periferia capitalista que ostentan una posición muy subalterna dentro del circuito internacional de reproducción de capital de las metrópolis imperialistas, se añade la enorme barrera político-ideológica del nacionalismo en cuanto reacción al opresivo influjo económico, militar y político de la superpotencia americana sobre una formación social híbrida en la que el modo de producción capitalista, precisamente a través del imperialismo, domina y articula funcionalmente a modos precapitalistas todavía subsistentes.

El hecho de que el imperialismo sea identificado como el causante de los problemas fundamentales de la llamada "sociedad capitalista neocolonial" trae consigo una reacción nacionalista que obnubila las conciencias. Todo el movimiento social y político de "oposición al sistema" ha llegado, así, a ser absorbido por el movimiento antiimperialista y su ideología. En efecto, el "imperialismo" es asociado a una representación vulgar y simplificadora que lo define como la política de una nación agresora, cuyo gobierno es acusado de albergar las más perversas intenciones y de defender los intereses de los grupos monopolistas metropolitanos contra los de la nación sometida. Sin importar cuántos elementos de verdad o de mentira encierra esta manera de enfocar el problema, la única conclusión que puede sacarse de ella es que los movimientos sociales y políticos de las masas deben estar dirigidos a salvaguardar o conquistar la existencia del "país neocolonial" como nación.

La ideología nacionalista sitúa a la "Nación" por encima de las clases y de sus diferencias y propugna, además, el fortalecimiento de su potencia económica, estatal y militar a fin de alcanzar las metas supremas de la "soberanía popular" y la autodeterminación nacional. En suma, se trata de poner en píe y constituir a la nación frente a la intervención y la manipulación foráneas, esto es, frente al imperialismo. El defecto metodológico más conspicuo de esta ideología es que reduce el imperialismo a "la política de los Estados imperialistas", separando, así, el "imperialismo" del sistema social que lo produce, ignorando las leyes que rigen la estructura, la dinámica y el desarrollo capitalista. Su defecto político fundamental es que encadena al proletariado y su proyecto histórico de emancipación al carro de la economía y del Estado nacionales, sacrificando su organización, sus fuerzas y su autonomía a las necesidades de acumulación de capital y de libertad política de la burguesía.

Toda la larga lista de partidos "socialistas" y "comunistas" que desfila en el curso de la historia de Colombia desde 1924 - y, particularmente, el PC fundado en julio de 1930 - hasta nuestros días han terminado abrazando el credo nacionalista "revolucionario" y democrático, reemplazando la lucha de clases, así como la simple defensa de los intereses obreros al interior del capitalismo, por el esfuerzo encaminado a articular el movimiento de masas alrededor de una estrategia burguesa y pequeño burguesa de liberación nacional. El movimiento obrero y campesino ha sido usado como carne de cañón de un programa antiimperialista, en tanto que las organizaciones de los trabajadores han sido supeditadas a los frentes unidos interclasistas. De este modo, en la visión de los partidos políticamente hegemónicos de la izquierda, las tareas socialistas y las necesidades obreras han quedado sujetas a las tareas democrático-burguesas: a la reforma agraria, la reforma urbana, la ampliación de los derechos civiles y políticos, la lucha contra el régimen político oligárquico, la nacionalización del suelo y del subsuelo, la estatización de la banca y del manejo del comercio exterior, etc., consideradas como garantías para el ejercicio de la soberanía y la obtención de condiciones más favorables para el desarrollo de relaciones internacionales y comerciales benéficas para la nación. El movimiento de liberación nacional es, pues, anti-imperialista y anti-oligárquico, persigue, en primer lugar, la autodeterminación nacional y, en segundo lugar, la conquista de la democracia, es decir, de un régimen en el que los derechos y la capacidad política de la burguesía llegan a su expresión máxima.

A algunos les resulta curioso el que el movimiento nacionalista revolucionario - en el que se cuenta tanto la vieja como la llamada "nueva izquierda" de los años sesenta - haya sido estigmatizado por las esferas tradicionales del Poder en Colombia como "marxista" e incluso como "comunista". Sin embargo, esto es perfectamente entendible por el hecho de que, durante mucho tiempo, desde el punto de vista de la ideología "liberal" burguesa profesada por las oligarquías latinoamaricanas, el "socialismo" formó una ecuación perfecta con la "nacionalización" o estatalización de los medios de producción. El socialismo fue equiparado al capitalismo de Estado y unido al régimen existente por entonces en la Unión Soviética; asimismo, el movimiento de liberación nacional hizo causa común con la URSS y sus países satélites, alineándose en un único frente antiimperialista contra lo que el "Che" Guevara llamó "el peor enemigo del género humano"... los Estados Unidos de norteamérica.

Si bien la asociación entre "socialismo" y "antimperialismo" no carece totalmente de fundamento, en la medida que toda política verdaderamente socialista es también necesariamente una política antiimperialista, los movimientos nacionalistas responden a una lógica diferente. Aún si admitimos que en sus representaciones subsisten elementos parcialmente válidos, su lucha contra el imperialismo tiene como límite la liberación nacional, pero no se extiende hasta la supresión de las relaciones de producción y de poder del capitalismo, en las cuales tiene su génesis el imperialismo moderno. Aunque la ideología y las corrientes nacionalistas despiertan simpatías también en los medios que no tienen nada que esperar de la realización de la autodeterminación nacional, su movimiento no se orienta hacia la abolición del trabajo asalariado y la destrucción del aparato burocrático-militar del Estado. Por el contrario, se traza como meta, en primer lugar, alcanzar el desarrollo de la acumulación de capital en condiciones más propicias para el surgimiento de su mítico "capitalismo nacional" y, en segundo lugar, la toma del "poder político", es decir, la constitución de un nuevo Estado cuyo personal de gobierno llevará a cabo el programa de liberación nacional que la "oligarquía" lacaya del imperialismo jamás podría cristalizar.

¿Podemos Salir del Infierno?

B. La base material de las dificultades para la configuración de una identidad obrera

Sin embargo, la omnipresencia del nacionalismo revolucionario y su papel en la absorción de la oposición y de las corrientes políticas y de pensamiento "contrarias" al sistema, no constituye todo el problema a que se enfrenta el progreso del marxismo revolucionario en Colombia. Al lado del desarrollo de condiciones capitalistas favorables, se han presentado fenómenos y tendencias desintegradores del proletariado. Veamos.

En los últimos cincuenta años la sección colombiana de la clase obrera ha experimentado como "clase en sí" cambios y desarrollos trascendentales gracias al acrecentamiento de la masa del capital y a la inversión de la relación demográfica entre el campo y la ciudad, cuyas causas no residen sólo directamente en el aumento del capital, sino en procesos sociales y políticos demasiado vastos y complejos. Si en 1950 la relación era de 70% en el campo y 30% en las ciudades, hoy es de 67% en estas últimas y de 33% en el campo. Las causas de esta inversión tan vertiginosa de la relación demográfica se concentran especialmente en el éxodo poblacional que acompañó a la llamada "violencia política" de las décadas de los 40 y 50, en la cual se enfrentaron militarmente los dos partidos tradicionales, con un saldo final de 500 mil personas muertas. El Frente Nacional, del que habláramos arriba, estaba destinado tanto a poner fin a la hostilidad entre los dos partidos, como a centralizar el poder en manos de la élite dirigente de los mismos. La violencia de esa época coadyuvó decisivamente a la disolución de la estructura social y económica tradicional de la sociedad rural: destruyó la pequeña producción campesina, las formas de división del trabajo doméstico y artesanal, acentuó la concentración de la propiedad rústica en grandes latifundios, produjo la descomposición de las antiguas clases y estratos y empujó su ulterior transformación en proletarios o vagabundos de las ciudades y los campos. Este proceso de desintegración fue tan rápido y dramático que apenas en el lapso de 20-30 años Colombia pasó de ser un país rural a ser un país urbano. En tan poco tiempo, todo un modo de vida y de ser, una cultura y una forma de ver el mundo fueron hundidas, dejando traumas y heridas insanables en la sociedad y en la mente de la población. En 1970 la relación ya era favorable al mundo ciudadano y desfavorable al mundo rústico. Por lo demás, en los años 80 el país dejó de depender de la agricultura y de la monoexportación de café para convertirse en una economía agroindustrial, cuya área manufacturera ocupaba en esa misma década el 65% de los ingresos por exportaciones del país. A pesar de este fortalecimiento cuantitativo y cualitativo de la clase obrera, su estratificación en grupos privilegiados y marginalizados, con grandes diferencias salariales y de nivel de vida, así como la división de la industria en un sector moderno y otro "arcaico", siguen desempeñando un poderoso efecto nocivo en términos de la unidad y de las posibilidades de acción de la clase obrera. Se trata de un fenómeno muy conocido por el P.C.Int.

Aunque según las cifras oficiales la clase obrera colombiana es relativamente numerosa, se habla de 12 millones de asalariados, ésta no conforma un bloque monolítico y homogéneo ni todos los que son incluidos en la categoría de "asalariados" son realmente obreros. A veces incluso las rentas que perciben no son en realidad salarios, sino beneficios encubiertos u otro tipo de rentas. Si, por un lado, esta clase obrera experimenta un alto grado de estratificación, por el otro, su composición no ha sido convenientemente discriminada por la investigación "científica", de carácter estrictamente "economicista" o sociologista. Una porción relativamente grande está compuesta de jornaleros trashumantes que trabajan temporalmente en las plantaciones y las fincas durante los períodos de cosecha, movilizándose tanto con arreglo a los ciclos biológicos prefijados por las mismas, como en dependencia de las repercusiones de los mercados y precios internacionales sobre la situación local de los productos de plantación (este segmento del proletariado, por su mismo carácter, es muy difícil de cuantificar con exactitud). Un segundo sector está constituido de trabajadores informales. Un tercero es formado por obreros pertenecientes a las industrias domésticas y a los talleres que trabajan para la mediana y la gran industria. Probablemente éste, unido a un cuarto sector de asalariados ocupado en los pequeños negocios orientados a los servicios, es el más numeroso. Mientras que una porción porcentualmente pequeña, aunque de mayor peso específico, pertenece a los modernos centros industriales controlados por los oligopolios nacionales y las multinaciones en los sectores automotriz, de alimentos, químico, caucho, acero, cementos, etc. o al sector de comercio y de servicios prestados por grandes empresas. También al menos dos millones de personas de la población asalariada están adscritas al sector estatal; pero aquí, de igual modo, no podemos hablar de una masa socialmente uniforme, sino de una serie muy extensa de grupos y capas de trabajadores que corresponden a otras tantas categorías profesionales y jerárquicas.

Pero, igualmente, debemos considerar el caso de la gruesa capa de la población proletaria y subproletaria que trabaja para la economía subterránea sostenida por la próspera lumpemburguesía. El Consejo Nacional de Estupefacientes (la entidad oficial encargada de elaborar políticas, estudiar y llevar la estadística del narcotráfico en Colombia) calcula que cerca de un millón y medio de personas - sin distinguir si son obreros de los laboratorios de drogas ilícitas, campesinos cultivadores, jornaleros recolectores, pistoleros a sueldo o "capos" del tráfico (se dan incluso casos en que los miembros de una misma familia asumen simultáneamente todos estos papeles) - derivan su sustento del negocio del narcotráfico. La importancia económica del narcotráfico es quizá mayor que la reconocida oficialmente por el hecho de que:

  1. los cultivadores de drogras aprovechan la diversidad climática y la existencia de pisos térmicos que permiten sembrar con excelentes resultados todas las plantas narcóticas (cannabis: clima templado; eritroxilón coca: zonas tropicales, selvas; y papaver: alta montaña);
  2. abarca los siguientes departamentos, de manera total: Putumayo, Caquetá, Guaviare y Cauca; de manera parcial: Meta (sur oriente y sur occidente), Cundinamarca (región del Tequendama y límites con Santander), Tolima (norte y sur), Antioquia (región del Urabá), Nariño (límites con el Putumayo y zona fronteriza con Ecuador), Valle (norte), Bolívar (toda las zonas centro y sur, serranía de San Lucas), Magdalena (Sierra Nevada de Santa Marta, límites con el departamento de la Guajira), Santander del Norte (las zonas de la serranía de los Motilones, la frontera con Venezuela y los límites con el departamentoo de Arauca) y Santander del Sur, Córdoba, etc. es decir, casi todo el país;
  3. una porción considerable del comercio, las finanzas, la industria de la construcción y de la infraestructura turística dependen directamente del narcotráfico y cooperan en sus actividades. Hay una gran ciudad, Cali, cuya actividad económica dependía casi por completo del narcotráfico; al perseguirse este cartel por parte de la DEA (agencia anti-drogas norteamericana), la economía de esa ciudad, cercana a los 2 y medio millones de habitantes, se desplomó. Por otra parte, aproximadamente un millón se ocupa directa o indirectamente de actividades relacionadas con el contrabando (mercado negro). A esto se suma la presencia estructural de una enorme superpoblación flotante que refuerza el poder extorsivo y el chantaje connaturales a la relación capitalista asalariada.

Lo dicho arriba - aunque es menester fundamentarlo y apoyarlo con datos precisos - atestigua el enorme grado de atomización y dispersión, así como la falta de una vínculación permanente con la producción, de la clase obrera de Colombia. También se registran continuos movimientos migratorios de una región a otra del país y se producen conversiones de estatus o de categoría social gracias a la poderosa y rica economía subterránea y a la presencia de extensas zonas de colonización vecinas a la frontera agrícola formal. Así, podemos ver a un jornalero convertirse fácilmente en campesino propietario de un minifundio cultivado con amapola, o a ordinarios obreros de la construcción en la ciudad transformarse en cultivadores de coca en extensas áreas de colonización. El financiamiento de actividades económicas legales o menos criminosas como el comercio y el contrabando también ha sido usado para realizar el lavado de activos producto del narcotráfico u otras actividades ilícitas. Tal cosa le permite a significativos sectores pobres de la población acceder rápidamente a la propiedad y a considerables fuentes de ingresos. No es en manera alguna casual que los grandes "capos" de los carteles del narcotráfico en Colombia provengan de familias humildes de los barrios marginales de las grandes ciudades o de las deprimidas zonas rurales. Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha (El Mexicano), la familia Charria son el mejor ejemplo de ello: mientras el primero empezó su carrera como un simple ladrón de autos y el segundo pertenecía a un hogar de campesinos paupérrimos del altiplano cundiboyacense, el jefe del tercer clan se desempeñaba como un modesto suboficial de la policía nacional. La emigración hacia los países vecinos - especialmente, Venezuela - y hacia los USA (Colombia se cuenta entre los diez principales países exportadores de población), presta igualmente su contribución a los elementos de desintegración de la identidad obrera. Unidos al carácter temporal de la mayor parte del empleo en Colombia, a estos factores deletéreos, cuya acción es constante en los últimos treinta o cuarenta años, es a lo que debemos atribuir el hecho de que los miembros de la clase obrera no hayan podido crear fuertes lazos e identidades entre sí. La extremadamente baja tasa de sindicalización aporta pruebas también en este sentido (apenas un 1% de la población trabajadora está sindicalizada y la gran mayoría pertenece a sindicatos del sector estatal, los únicos poderosos y con una real capacidad de movilización).

En los últimos 10 años no ha aparecido ningún síntoma de reversión de la situación de inactividad de la clase obrera. En cambio, la última reforma laboral, a pesar de que introdujo la flexibilización del mercado de trabajo y concedió más poder a los capitalistas en las relaciones contractuales, no provocó una reacción de masas verdaderamente importante. El hecho de que a partir de la segunda mitad de la década de los ochenta se hubiesen aplicado con violencia las reformas neoliberales tampoco fue suficiente para desatar la furia de los trabajadores. Nadie movió un dedo para defender lo que hasta entonces había sido considerado como un conjunto sagrado de "derechos adquiridos de la clase obrera", la gran mayoría de los cuales fueron concedidos durante la administración liberal de Alfonso López Pumajero en la primera mitad de la década de los cuarenta.

La destrucción de la mini-versión colombiana del Estado benefactor, vigente desde la denominada "Revolución en Marcha" del mismo López Pumarejo - así como de la economía de invernadero rodeada de toda suerte de medidas proteccionistas, auspiciada desde las primeras asesorias brindadas por la CEPAL (comisión económica para américa latina) al Estado Colombiano - no provocaron mayores incidentes. Tampoco se registraron perturbaciones dignas de mención a consecuencia de los altísimos niveles de desertización industrial y la aplicación del down sizing que acompañaron la larga lista de privatizaciones efectuadas a partir de la segunda mitad de la década de los ochenta y comienzos de la década de los noventa. En un país en el que los signos vitales de la economía habían dependido por décadas de la función reguladora del Estado, la disminución del tamaño y de las atribuciones económicas del aparato estatal, consiguiente a la reforma neoliberal, ha traído consigo la acentuación de la crisis de la economía real, que ha quedado desprovista del mercado inducido creado por el gobierno y de la cobertura de aranceles y subsidios que la protegían de la competencia extranjera. Al levantarse los privilegios corporativos, así como las barreras y regulaciones del mercado, el régimen de economía protegida conoció su fin. En vista de la incapacidad de la industria y la agricultura indígenas para competir con la productividad y los precios internacionales, esto también ha tenido como secuelas la declinación de importantes sectores de la industria y de la agricultura, el desempleo masivo (una importante ciudad industrial ubicada en el sur occidente del país, Cali, registra hoy una tasa de desempleo del 35% sobre su población en capacidad de trabajar), el avance de la economía de servicios y el triunfo de las formas parasitarias y especulativas del capital. En líneas generales, ha conducido a una nueva ola de dispersión y ha forzado a la regresión de la vida social a niveles de competencia y brutalidad zoológicas.

La reforma neoliberal ha entrañado el desmonte abrupto del sistema de seguridad social estatal, la privatización de la asistencia social, del sistema de pensiones, el gradual desmonte de los subsidios a los servicios públicos, etc. También ha significado la clausura de muchas instituciones de servicio social del Estado. El sistema del "libre cambio" parecía emerger de las cenizas de las medidas políticas anteriores que lo limitaban. Ello no sólo implicó la intensificación del influjo de la concurrencia mundial sobre la economía colombiana, así como la apertura de las fronteras económicas a nuevos apetitos capitalistas, sino que puso en evidencia las debilidades competitivas de la industria y de la agricultura. A la terminación de los subsidios, de la asistencia técnica, del crédito barato, de los aranceles y aforos aduaneros - que trajo consigo el cierre masivo de empresas y la caída en el desempleo masivo (la tasa global actual proporcionada por el DANE está entre el 15 y el 18%) - se sumó la finalización del pacto de cuotas regulatorio del precio internacional del café fijado por la Organización Internacional del Café (con sede en Londres, GB) y el ingreso del negocio cafetero en un sistema de mercado abierto regulado por la oferta y la demanda, es decir, por las compañías multinacionales tostadoras y distribuidoras del café (Nestlé, American Foods, etc.). Según la revista Time, en los primeros dos años de la "apertura económica" (1990-1992) - nombre que recibió en Colombia la reforma neoliberal - durante la administración del presidente César Gaviria (actualmente presidente de la OEA organización de estados americanos con sede en Washington) se perdieron 700 mil empleos tan sólo en el sector rural. El lento languidecimiento de la economía agraria y un incremento de las tasas de paro a un nivel sin antecedentes en la historia del país, han sido hasta ahora el único resultado de la apertura. De otro lado, los pocos sectores en los que el Estado se ha reservado su papel intervencionista - particularmente, en el terreno de las políticas macroeconómicas y la fijación del salario mínimo - su labor es cada vez más brutalmente sesgada. En el último decenio, por ejemplo, los aumentos del salario nominal han sido mantenidos deliberadamente por debajo del índice anual de inflación, de manera que el poder adquisitivo de los trabajadores (salario real) ha ido cayendo en aras de la exigencia capitalista de recuperar a toda costa la tasa de ganancia.

Recordemos que desde los tiempos de la Colonia y durante casi todo el período de vida de la república, las grandes empresas de la agricultura, la industria y el comercio en Colombia han descansado en los privilegios, subsidios, monopolios y exclusividades concedidos por el Estado para explotar sus respectivas jurisdicciones económicas como verdaderas "lagunas de pesca privada" (este es el nombre que les ha dado la revista internacional News Week). El impacto que debía tener la reforma neoliberal sobre un modelo económico semejante ha sido catastrófico. Las escleróticas, anquilosadas y rutinizadas empresas colombianas, por siempre ligadas al poder político, no sabían cómo competir o renovarse ni cómo invertir o conquistar nuevos mercados. La caída de la tasa de beneficio, originada en el país por efecto de la concurrencia de la industria "nacional" con las industrias más productivas del mercado internacional, ha incitado tanto a la centralización del capital como a nuevas modalidades de intervencionismo estatal. Mientras la centralización (fusiones, alianzas, etc.) busca aumentar la capacidad financiera para realizar las inversiones que permitan aumentar la capacidad competitiva de las empresas, el intervencionismo estatal tiende a degradar al máximo el nivel de vida y el precio de la fuerza laboral y ha erigido sobre lo que queda del movimiento obrero dispositivos de control que alcanzan los ribetes de la administración policial y una creciente militarización de la sociedad civil.

C. La precipitación en el terror

El marxismo enseña que, mientras subsistan relaciones capitalistas, el proceso de concentración y centralización, al estar determinado por las necesidades de beneficio y acumulación, puede sólo aumentar las contradicciones capitalistas. Cuanto más se centraliza el control sobre la economía y cuanto más la economía misma se convulsiona - y esto es, precisamente, lo que está sucediendo en Colombia con la afluencia del mercado de capitales y las grandes concentraciones del capital financiero internacional-, más debe intensificarse la explotación y más grandes devienen los conflictos de clase. Con la caída de la tasa de ganancia y el recrudecimiento de la concurrencia intercapitalista, el régimen burgués necesita una sociedad más disciplinada y coordinada; se ve forzado a interferir la actividad política de aquellos grupos y capas sociales que basan su acción en la capacidad de gratificación del capitalismo, en su posibilidad de crear una burocracia o una nueva capa pequeñoburguesa al servicio de la burguesía monopolista, que comparte sus beneficios y coadministra con ella el establecimiento capitalista.

Como hemos visto arriba, Colombia es un punto de convergencia de los choques del imperialismo metropolitano y entre éste y los intereses de grupos capitalistas y terratenientes locales, así como de todos estos en conjunto y las masas miserables del campo y la ciudad. Todos van a la caza de la ganancia máxima y cada uno sabe que puede ganar sólo si los demás pierden. Esto no excluye la verificación de alianzas temporales o incluso duraderas entre intereses que pueden sentirse solidarios y entrar momentáneamente en simbiosis para derrotar adversarios demasiado fuertes. No obstante, el rasgo típico de Colombia es la escasa base social en que descansa el régimen burgués, determinado por el hecho de depender de grupos económicos violentamente contrapuestos al resto de la sociedad. Esa característica fundamental está en el origen de las grandes dificultades que afronta el régimen para generar consenso alrededor de sus instituciones y medidas políticas y es la responsable de que la capacidad de integración del Estado colombiano, vale decir, su capacidad de negociación y tramitación de conflictos, haya sido siempre sorprendentemente pequeña.

Uno de los mayores fracasos del establecimiento burgués en Colombia ha consistido precisamente en su incapacidad para cooptar e institucionalizar a la izquierda reformista. Hoy en día las contraprestaciones y beneficios que éste puede ofrecer a cambio de servicios a la dominación son más reducidos. Por otra parte, el viejo corporativismo impulsado por el Frente Nacional ya no funciona en una sociedad abierta al mercado internacional y sometida a las fuertes presiones competitivas de los Estados, las compañías y los ejércitos rivales de la guerra intestina. Los sindicatos y partidos reformistas y nacionalistas, los aspirantes a funcionarios y la pequeñaburguesía, todos cuantos traten de sobrevivir a la expropiación, a la ruina y el empobrecimiento creciente que serán el corolario inevitable de la lucha de estas fuerzas, intentarán decidir su suerte ofreciendo sus servicios a alguna de ellas. Por su parte, la agudización de los conflictos interimperialistas y de clase que acompañarán este proceso, harán que la apariencia de legalidad, neutralidad y arbitraje imparcial que tiene que suscitar el Estado burgués para mediar entre los diversos intereses que tienen lugar en el seno de la sociedad burguesa, se borre cada vez más. En virtud de su necesidad de asumir una función demasiado evidente en favor de los grupos económicos imperialistas más poderosos, el Estado y los partidos de Estado operarán cada vez más abiertamente como órganos de la guerra imperialista de clase contra el proletariado.

Se ha presentado el "caso colombiano" como un modelo de terrorismo de Estado comparable al de Turquía en Europa o al de Corea bajo el régimen de Park Chung Hee. Sin embargo, así como no se puede comprender al hombre por el mono, sino al revés, al mono por el hombre - recordemos la célebre frase de Marx: "la clave del mono está en el hombre" - no es la Colombia del paramilitarismo, de la tortura, de las desapariciones forzadas, de la política de tierra arrasada, etc., la que puede permitirnos entender el clima actual, sino la política de "seguridad nacional" de los USA en su lucha por preservar su supremacía imperialista. A partir de la ofensiva internacional capitalista por revertir los desastrosos efectos de la decadente cuota de ganancia mediante el incremento de la explotación del proletariado - esto es, del neoliberalismo - los sectores dominantes parecen inclinarse por un recrudecimiento de los métodos autoritarios y despóticos de gobierno. He aquí por qué todo el proceso reformista de los últimos años se ha llevado a cabo en medio de un clima de terrorismo caracterizado por el exterminio de importantes núcleos de la dirigencia sindical y del movimiento democrático-nacionalista organizado por la "izquierda" local.

La política terrorista hace parte de una bien concebida estrategia institucional emanada desde el Pentágono estadounidense bajo la forma de la "doctrina de la seguridad nacional". La llamada violencia institucional se ejecuta bajo la convicción de que la continua dosis de terror contribuirá a hacer más dóciles a las clases subalternas. No obstante, el terrorismo de Estado y la denominada "violencia institucional" no son fenómenos nuevos en Colombia. Desde los años treinta se ha aplicado como una componente fundamental de la relación celebrada entre los grupos que detentan el poder y los sectores de la sociedad que no tienen expresión en él, incluyendo a franjas de la clase burguesa, terratenientes y pequeñoburgueses que eventualmente sirven a las necesidades de la dominación. Paulatinamente la violencia ha sido interiorizada por todos los elementos que participan en la praxis política. En efecto, si de un lado, la ya citada precariedad del consenso determinó que los pilares del régimen fuesen elegidos en el poder militar, por el otro, la represión generalizada y sistemática condicionó el carácter militarista o, más exactamente, guerrillerista, de la oposición política.