Sobre la monstruosa Babilonia colombiana

Bogotá, la gigantesca metrópoli colombiana, despide esa terrible frialdad típica de las grandes urbes, pero sus habitantes carecen de la civilidad y de las buenas maneras de los.... milaneses. Una ciudad con cerca de 10 millones de habitantes que moran en su mayoría en obscuros y tétricos tugurios, donde ruedan diariamente alrededor de 1 millón 800 mil vehículos de todos los tipos, desprovista de la infraestructura férrea y de servicios que posee... Milán, en la que para trasladarse de un sitio a otro pueden tardar horas y emplearse los más inverosímiles medios de transporte, absolutamente carente de todo sentido de organización y urbanidad, no es precisamente el lugar adecuado para esperar el surgimiento del civismo y la corrección de las costumbres. En cambio, impera un verdadero canibalismo; nadie puede descuidarse, a riesgo de ser devorado de improviso. Si vuestra carne es objeto de alguna demanda, será tomada y vendida. La gente está dispuesta a hacer cualquier cosa, con tal que ésta sea puntualmente remunerada o pagada. El espectáculo del centro de la ciudad es apocalíptico; Egipto, después del paso de las siete plagas, no pudo haber mostrado un panorama tan desolador: manzanas enteras son ocupadas por indigentes que se disputan el control de las calles con los comerciantes informales, con los desocupados, con las ratas, con los perros callejeros y con la policía. Mientras camináis por las aceras, debéis sortear cientos de obstáculos humanos (¿sic?) que yacen semidesnudos y cubiertos con toda la mugre y el hollín que arroja la ciudad. Se observa una gran marea de gentes desarrapadas y completamente desmoralizadas que antes que caminar se arrastran, reptando como animales... Y pensar que la gente se ha adaptado a todo esto. La ruina de esta ciudad y la extrema degradación y miseria que encierra sólo es comparable con las descripciones de Calcuta o Bombay en la India.

En el sur de la ciudad habita, en cambio, el proletariado industrial. El número de los que trabajan para la grande y mediana industria se calcula en unos setecientos mil. Tan sólo en esta área, sin considerar las partes restantes que se dispersan por toda la ciudad, en las pequeñas industrias y talleres - los cuales no son, en realidad, más que simples apéndices de las empresas de mayor entidad - deben congregarse no menos de 850 mil operarios. A diferencia del centro de la urbe, la vida es aquí más regular y gris. Sin embargo, el uniforme y rítmico ir y venir de la masa, su reclusión en las Bastillas industriales, no hace más que ocultar la inmensidad de los dramas y tragedias cotidianas de las mujeres y hombres que enriquecen a la burguesía. Esta zona, cuya topografía es generalmente tan plana como su forma de vida, se encuentra cercada por los llamados "cerros orientales". En estos cerros y, especialmente, en sus laderas, que en otros tiempos eran ocupadas por frondosos bosques y que luego fueron progresivamente desertizadas por consecutivos asentamientos de fabricantes de ladrillos y explotadores de canteras, residen 2 millones de "tugurianos" (como se conoce aquí a los habitantes de los tugurios). Durante la noche, el observador cree estar delante del espectáculo ensoñador del pesebre navideño imaginado por los artesanos napolitanos de miniaturas. Pero al llegar el día no se puede evitar la impresión de que el infierno dantesco tiene la osadía de emerger desde las entrañas de la tierra para exhibir sus conmovedoras miserias y terrores. Visto de lejos, el panorama parece pintoresco; los moradores, ciertamente, a horarios regulares, circulan por las distintas arterias que atraviesan las colinas haciendo el efecto de diminutas hormiguitas encaminadas afanosamente a sus ocupaciones. Pero al acercarse más, se constata hasta qué grado debe descender el hombre para sobrevivir, dejando en su caída su aspecto humano para tomar el del animal. Por lo demás, no todos los que se ven correr son "laboriosas hormiguitas". Una parte considerable de los pobladores invierte su energía en oficios obscuros y nada benignos. Sin embargo, esto hace parte de la vida "normal" y nadie se escandaliza por ello mientras no choque con sus intereses.

Otra cosa que llama vivamente la atención es la forma en que están construidas las viviendas: todo lo que se contempla induce a pensar que en este punto los "tugurianos" han desafiado temerariamente las leyes de la física. El emplazamiento y disposición de las casas no puede ser más caprichoso. ¿Cómo se las han arreglado estas gentes para vencer el poder de la gravedad, los principios de la estática y el profundo deterioro infligido por la erosión al suelo? Allí donde la ingeniería científica probablemente se declararía impotente, ha triunfado parcialmente, aunque arrostrando peligros inmensos, el ingenio y la voluntad tenaz del tuguriano, dictados por la desesperación y el instinto de supervivencia.

Pero la anterior descripción no basta para hacer la pintura de toda la urbe. El norte de Bogotá es el hogar de la ciudad opulenta. Si se establece inteligentemente un paralelo visual entre los barrios del sur, derruidos y con la apariencia de una tierra devastada, y los barrios del norte, intactos, lustrosos, opulentos, en los que "no sucede nada", salvo la experiencia diaria del mundo feliz de los ricos, se obtiene el monumental contraste de dos urbes al mismo tiempo unidas y opuestas. Separados por tan sólo pocos kilómetros del centro, los barrios de la burguesía surgen cada mañana, en efecto, como "otra ciudad", situada en un mundo muy distante. Mientras en el sur todavía se escuchan los quejidos y gritos de socorro de las víctimas de esta abominable sociedad, el norte se ocupa en cantar su bienestar. Aquí, se elevaban loas al cielo por la preservación de la riqueza; allá, por contraste, se llora y maldice una suerte aciaga. Mientras aquí los burgueses, bajo el ala protectora de la policía, se entregan cómodamente a hacer compras en sus supermercados abarrotados, allá el sufrimiento crece hora tras hora a medida que avanza el día y miles de personas, sin nada más que sus obscuras vidas, consiguen arrastrar sus pesados y maltratados cuerpos desde la "seguridad" de las cuevas nefíticas en que moran hasta la selva despiadada de asfalto donde deben dirigirse a librar la batalla de la supervivencia bajo el peso de la ley del más fuerte. La ciudad es quizá más húmeda que Milán y casi siempre está envuelta de negros nubarrones que presagian la derrota cotidiana vivida por la gran masa de desdichados que la recorren con el corazón oprimido por la angustia. Esta monstruosa selva erizada de altos edificios, desde cuyas alturas los grandes jefes estatales y corporativos, provistos de todos los medios y bagajes de la civilización, ordenan y legislan el comercio antropófago, no conoce la piedad ni la solidaridad, sólo el frío interés. Así, pues, sólo en las noches, cuando se echan a dormir, los parias de nuestra historia encuentran un fugaz reposo, no raras veces alterado por tenebrosas pesadillas y delirios que repiten oníricamente los episodios lúgubres de su vigilia; algunas veces ingieren alcohol, que es para ellos como el agua del Leteo para los griegos homéricos que van de tránsito al Hades. No hay, por tanto, nada que un proletario o un simple mendigo puedan esperar de la ciudad: la dureza acerada y la frialdad glacial del alma de sus construcciones y habitantes no dan cabida a ninguna esperanza. Tampoco existe alguna cosa que perturbe el camino de la burguesía: ni siquiera la esporádica punzada de remordimiento cristiano ante la visión accidental de la muerte y el dolor callejeros. Al escuchar por la radio las untuosas declamaciones alrededor de la acción paternal del gobierno para remediar las desgracias sociales, un burgués de corazón cristiano recobra su aplomo y la suficiente entereza de ánimo para creer de nuevo en que este mundo sigue siendo, a pesar de todo, "el mejor de los mundos posibles", llenando farisaicamente su pensamiento de optimismo y haciéndose como de costumbre a una buena conciencia. Para los burgueses que residen en el norte de la ciudad, la tragedia sólo existe "porque lo dice la prensa"; según ellos, habría que cambiar los titulares de los periódicos y teleperiódicos para cambiar la realidad. Estos señores y damas, que en las mañanas siempre se exhiben adormilados y displicentes, en bata de dormir y en pantuflas, no tienen la menor intención de arruinarse su desayuno.

Como dijimos arriba, en el norte "todo funciona a la perfección": acueductos, aeropuerto, redes eléctricas, abastecimientos, TV, carreteras, operan "normalmente". Sin embargo, esta "otra ciudad" no hace parte de un mundo diferente: es la misma ciudad de los parias y desheredados del sur. La "ciudad doliente" y la "ciudad feliz" son los dos rostros de una misma realidad. Toda la esencia de esta "normalidad" estriba, en efecto, en que los del sur deben ser pobres, harapientos e ignorantes para que los del norte puedan mostrarse ostentosos, relucientes y menos ignorantes que los primeros. Toda la labor de mistificación de la prensa, de la Iglesia y de la burguesía profesoral no puede ocultar el hecho de que la división capitalista en clases, la concentración de la propiedad y la renta del suelo son las responsables de la actual distribución de la tierra urbana. Mientras los barrios proletarios deben emplazarse en áreas plagadas de riesgos, sufriendo la amenaza de la erosión, de los deslizamientos, de los represamientos de aguas, de las riadas y edificarse, además, con los peores materiales y dentro de las condiciones técnicas más defectuosas, los barrios de la burguesía eligen los terrenos sólidos rodeados de una seguridad rigurosa. Por consiguiente, las cosas vienen a resumirse en la siguiente cuestión: es preciso poner fin a una "normalidad" que hace que la acumulación de riqueza sea al mismo tiempo una acumulación de miseria. Ninguna otra medida distinta a la supresión de la actual distribución de la riqueza y del poder puede solucionar el estado de cosas actual y servir de base real para enfrentar exitosamente los problemas que aquejan a las masas. Sólo la destrucción de la sociedad burguesa y del Estado y la consiguiente instauración de la dictadura del proletariado para construir una comunidad que descanse en lazos de solidaridad y ayuda mutua, dotada de un modo de producción arreglado a las necesidades de todos los miembros de la sociedad, puede resolver el estado actual de barbarie y de pobreza en que se ha precipitado la sociedad. En tanto que la sociedad continúe fundada en la ganancia y la concurrencia en vez de la cooperación y la libre asociación para satisfacer las necesidades del desarrollo material y cultural de sus miembros, la destrucción del hombre por el hombre y no la ayuda mutua serán la única consecuencia del estado de cosas actual. Desde esta perspectiva, la asistencia internacional que ha empezado a recibir el gobierno colombiano por cuenta del célebre "Plan Colombia" sólo podría ser útil si todo el trabajo, el conocimiento y la materia por ella encerrado estuvieran orientados en la dirección antes anotada, lo cual requeriría, naturalmente, que previamente tanto la burguesía metropolitana en Europa y América cuanto el mismo gobierno fueran expropiados y destruidos por el proletariado revolucionario; de lo contrario - y este es el caso actual - tal asistencia sólo puede ayudar a un Estado de clase profundamente reaccionario a perpetuar las relaciones anteriormente descritas entre la burguesía y el proletariado.