El trasfondo de la revuelta boliviana

Y los dilemas de la burguesía

En los últimos años, los programas del FMI han dejado de ser considerados un mero recetario de curas económicas para convertirse en el eje de las discusiones políticas y la causa inmediata de abruptos y recurrentes estallidos sociales. No es necesario documentar aquí ampliamente el papel del FMI como continua fuente de inestabilidad para los regímenes de la zona. La aplicación de la prescripción fiscal de elevar los impuestos y comprimir el gasto para reducir el déficit incidió enormemente en la caída de Mahuad en Ecuador, de De la Rúa en Argentina y actualmente tiene en la cuerda floja al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia. Presionado por el FMI, cuya meta de disminución del déficit fiscal oscilaba entre 8,5% el 5,5%, el gobierno de Lozada adoptó medidas como el “impuestazo”, un gravamen de 12,5% para los salarios mayores al mínimo (430 bolivianos, o U$57), como lenitivo de la crisis financiera. Las medidas fueron contraproducentes y de inmediato cientos de miles de cocaleros, indios de las comunidades del altiplano y de los valles, mineros, maestros y estudiantes se unieron en un acto general de rebeldía. La desesperación por la pobreza y las nuevas medidas se ha extendido incluso a la policía, cuyos miembros se sumaron a la rebelión para reclamar un 40% de aumento salarial. La desintegración del régimen es tan grande que ni siquiera las fuerzas a las que se ha asignado la defensa del orden se reconocen en él. La situación es objetivamente revolucionaria, pero la subjetividad de clase está a años luz de clarificarse en un sentido comunista. Ante su ausencia, la escena pertenece a los demagogos y las capas politizadas de la pequeña burguesía que hasta el momento habían permanecido ausentes de la arena política debido a la exclusión de los tradicionales regímenes oligárquicos y que hoy ven la oportunidad de conquistar un espacio en el cuadro del poder.

La evolución boliviana es semejante a la del resto de Latinoamérica: de la actitud frente al FMI depende el respaldo o el rechazo de las multitudes. La oposición a las medidas del Fondo durante sus respectivas campañas electorales, ha permitido la elevación del coronel Hugo Chávez en Venezuela, de Lula Da Silva en Brasil y del coronel Gutiérrez en el Ecuador. Su furibunda denuncia electoral del “neoliberalismo” no ha impedido, sin embargo, a Lula, Chávez y Gutiérrez retomar las políticas del FMI tan sólo pocos días después de sus respectivas posesiones del cargo presidencial. El gobierno Lula se ha apegado tanto como ha podido al modelo neoliberal; la actual dirección del Banco Central ha seguido el régimen de restricción monetaria y represión del gasto social delineado por el FMI: ha elevado la tasa de interés en tres puntos, ha aceptado la fórmula de elevar el superávit primario de 3,7% del PIB a 4,4% y de reducir el gasto social de 2,4 del PIB a 2,2%. Por su parte, el presidente ecuatoriano Gutiérrez adoptó el programa típico de ajuste a los diez días de posesionarse. En Bolivia, el líder indigenista Evo Morales - hoy dirigente de la denominada Nueva Fuerza revolucionaria y del Movimiento al Socialismo - se ha beneficiado ampliamente de la misma imagen opositora en los comicios de los que ha salido electo el señor Sánchez de Lozada, quien logró triunfar gracias a una coalición de última hora de los partidos minoritarios en el Congreso. A la tragedia social y económica del neoliberalismo sigue uniéndose lo que desde el ascenso de Chávez al gobierno hemos llamado la comedia de la izquierda.

Considerada en bloque la izquierda regional es un partido de conservación que toma su fuerza de la base social explosiva del capitalismo periférico. La teoría económico-política de la izquierda tiene como fuente primaria a Keynes y secundaria a los teóricos del llamado “socialismo de mercado”. Sus defensores también reconocen las incongruencias de los partidos que pretenden representarla. El origen de estas incongruencias yace, según ellos, en la contradicción entre las promesas electorales y el modelo dominante. Mientras el modelo neoliberal y las instituciones que lo consagran persistan, los líderes elegidos permanecerán maniatados para modificar el curso económico y terminarán actuando en contra de sus prédicas. Es preciso, por tanto, derribar el modelo ortodoxo y hacer el ajuste hacia un nuevo modelo económico y elaborar las directrices que lo presiden sin el FMI. Hoy las emergentes izquierdas de la región encaran el dilema de afrontar las consecuencias de tal conducta y exponerse a grandes devaluaciones y salidas de capitales o acogerse finalmente al FMI y adoptar draconianas políticas fiscales y monetarias con las bien conocidas repercusiones recesivas y de desempleo. Ante el temor al castigo de los mercados internacionales, los gobiernos de izquierda se han inclinado por la primera opción. En ese momento quedan comprometidos a ajustes fiscales, monetarios y salariales que impiden el cumplimiento de las prioridades sociales y obstaculizan la reactivación.

El gran problema de política económica que se plantea se resume en lo siguiente: ¿cómo implementar el modelo para la reactivación económica sin el FMI y corregir los desajustes de la balanza de pagos? Para provocar el superávit de cuenta corriente se propone el cierre de los mercados financieros externos, aún a riesgo de una tremenda devaluación. Se calcula que los excedentes permitirían subvenir las obligaciones crediticias y llevar a una balanza general activa que generaría una ampliación de la demanda. Tras ello vendría el superávit de la balanza de pagos y la elevación de los índices de productividad. Dicha solución sería menos traumática que los ajustes convencionales del FMI en que se otorgan préstamos para mantener la estabilidad cambiaria y el tipo de cambio y se exigen severos choques fiscales. Sin embargo, implica igualmente enormes costos: la devaluación significa la caída del salario real, provocando un deterioro general de los niveles de vida y la acentuación de la pobreza. Adicionalmente, traería consigo caídas del consumo y de la inversión que introducen dudas sobre la durabilidad de una reactivación por esta vía. Como lenitivos de estos efectos - que hoy se pueden estudiar en el curso seguido por el gobierno de la Argentina - se sugiere evitar o cuando menos moderar la caída del salario real a través de un manejo selectivo que sustituya parte de la devaluación por aranceles para recuperar el mercado interno y por subsidios fiscales y financieros para estimular las actividades que tienen mayor potencial para entrar en los mercados internacionales. Adicionalmente, habría que reprogramar la deuda para evitar las transferencias de capitales y seguir políticas fiscales y monetarias expansivas para evitar el descenso de la inversión pública y privada.

Según ellos, la debacle socioeconómica provocada por la aplicación de las políticas del FMI en América Latina, permite advertir la crisis de los automatismos del mercado puro como mecanismo eficaz de regulación del capitalismo. Al tornarse más protuberantes y amenazadoras las contradicciones internas del modo de producción capitalista, la providencial "mano invisible" del mercado de Adam Smith se ha revelado como insuficiente para suplir por sí sola todas las necesidades de coordinación del capitalismo; sus manifiestas deficiencias tendrán que ser compensadas, a la sazón, a través de los medios prestados por la organización y la creciente incorporación de las medidas proteccioncitas del Estado. La teoría clásica de la “mano invisible” no se ajusta a la realidad. Debido a la interconexión más estrecha de la economía mundial creada por el capital financiero y a la hegemonía monopolista sobre el mercado, las condiciones generales para la reproducción del capital no brotan "naturalmente" de la mera interacción entre la oferta y la demanda del mercado; en un contexto monopolista, el mercado se comporta de un modo muy distinto a las presunciones del raciocinio liberal. No hay ninguna razón para esperar que los movimientos del mercado coordinen adecuadamente las fuerzas económicas y asignen los recursos, al contrario éstos tienden a ocasionar un desequilibrio más o menos automático entre los agregados económicos que sólo puede ser remediado cuando los parámetros macroeconómicos son coordinados mediante una fuerte intervención del Estado.

Por tanto, las premisas en que reposa el recetario FMI son falsas. La primera premisa se refiere a la neutralidad del dinero. Ésta constituye un error conceptual que resulta de derivar las relaciones monetarias independientemente del conjunto de la economía. Sobre su base se ha creado una organización macroeconómica que gira alrededor de un banco central autónomo encerrado en el dogma de la “moneda sana”. En la práctica este tipo de organización ha operado como un impedimento de la reactivación y la recuperación del crecimiento. Sólo en estado de pleno empleo existen razones serias para afirmar que el dinero no tiene efectos reales y que necesariamente ocasiona inflación. La proposición no tiene validez alguna en las condiciones de la economía latinoamericana, demanda efectiva deficiente, desempleo y desplome del crédito. Por el contrario, la acción sobre los recursos de crédito y emisión para crear ingresos y empleo aparece como una de las pocas formas de elevar la demanda efectiva e impulsar la producción. La segunda incumbe a la teoría de la ventaja comparativa. Su incumplimiento en los países atrasados deja sin pábulo la apertura librecambista y la prioridad otorgada a las exportaciones como estrategia de crecimiento industrial. La áreas industriales en que es más eficiente Latinoamérica no garantizan la colocación de sus productos en el mercado internacional ni el equilibrio de la balanza de pagos. Dado que los superávit de unos países tienen como contrapartida los déficit de otros, la balanza de pagos de los países atrasados corresponde a un residuo que no depende de sus condiciones especiales sino del resto del mundo. En semejante contexto, la estabilidad estructural del sector externo está condicionada a una abierta confrontación por los productos que tienen demanda internacional, lo cual no es imposible sin el apoyo del Estado. En consecuencia, se propone pasar a una apertura selectiva, apoyada en políticas industriales y orientada a recuperar el mercado interno, propiciando el desarrollo de nuevas actividades industriales y conformar un sector exportador de alto valor agregado.

En este intento es preciso edificar un modelo económico y político que tenga en sus manos los instrumentos de una política económica que se propone modificar, atenuar o impedir aquellos aspectos cuyo desarrollo anárquico puede profundizar las disfunciones inherentes al capitalismo (esto es, la inversión pública, el tipo de redescuento, el control de precios y salarios, los derechos de aduanas, la devaluación, el control de cambios, el control de importaciones, los subsidios a las empresas, los préstamos a las unidades de consumo y a las empresas, los tributos, etc.). Tales circunstancias exigen imprimir un viraje estratégico al capitalismo: el mercado, aunque sigue siendo fundamental - ya que es el nexo que liga la producción con el consumo - debe ser complementado con el control político de los factores económicos y en muchos casos reemplazado por la administración organizativa de las relaciones sociales, antes sometidas por completo a una regulación automática. En la nueva Era, el 'acto administrativo' y no el 'contrato libre' se convierte en la garantía auxiliar del capital y los negocios. En este sentido, las corrientes políticas e ideológicas neocapitalistas son partidarias de un régimen de economía mixta capaz de combinar equilibradamente las ventajas de la llamada "open society" y del laissez faire con las de la planificación indicativa orientada por el gobierno. El modelo de economía dirigida y el sistema de administración total persigue morigerar las más catastróficas disfunciones capitalistas: su implementación se enfila a afrontar la decadencia del capitalismo dentro de una situación histórica en que el desarrollo es truncado por la sobreacumulación en las zonas centrales y la presencia de excedentes que anulan la función coordinadora del mercado y el principio ricardiano de las “ventajas comparativas”. Bajo el capitalismo político, muchos de los prolongados y peligrosos trastornos unidos a las correcciones y re-equilibrios realizados automáticamente por el mercado son evitados o atenuados por la acción central del Estado y de los monopolios si su intervención permite que el proceso económico responda a un modelo donde sus medidas puedan obrar eficazmente sobre algunos de los factores de amplia cobertura (precios, inversión, tasas cambiarias, tipos de interés, aranceles, etc.) que condicionan su comportamiento. Estamos inequívocamente ante un modelo de gestión de la crisis del capitalismo que siempre hemos conocido.

La eficacia de este paradigma es, por tanto, claramente limitada. El capitalismo es pasible de planificación y "control" sólo dentro de precisos límites y para ciertos fines, ya que el movimiento de valorización, del que depende la acumulación, es más fuerte que las tentativas de regulación. La fuerza atractiva que parece poseer hoy esta intervención en el marco de las sociedades actuales se explica por la incapacidad asaz evidente del puro mecanismo económico capitalista para encarar autónomamente sus deficiencias. Para la izquierda, hoy, al igual que en la segunda preguerra, el capitalismo depende de la maquinaria de regulación-intervención y de sus dispositivos, esparcidos en todos los niveles de la actividad social, en una medida tan considerable como el poder que ha perdido el mercado para administrar automáticamente las relaciones sociales. De esta suerte, para ella la consolidación del sistema capitalista se ha convertido en una cuestión de asegurar una intervención gubernamental y empresarial en el sentido de la ingeniería social amplia (holística).

Se ha dicho que esta metamorfosis sustancial ha quitado todo piso a las predicciones marxianas acerca del agravamiento de las contradicciones del capitalismo y la emergencia del movimiento revolucionario del proletariado. Marx había concebido un modelo de funcionamiento económico del capitalismo en el que la valorización - y no directamente el mercado - era el núcleo regulador de la producción y la reproducción económica; su crítica se refería mucho más al motivo profundo de la anarquía capitalista que a su manifestación exterior en el mercado. En el largo plazo, la operancia de las leyes "marxianas" de la acumulación y de la crisis se da incluso bajo los regímenes económicos administrativamente regulados que pretenden haber escapado a su influencia. Sin superar las contradicciones y rasgos autodestructivos del capitalismo - endógenamente unidos al proceso mismo de acumulación de capital - las medidas y métodos intervencionistas buscan imprimirle su máxima perfectibilidad al funcionamiento del sistema capitalista, ofreciéndole a este último oportunidades artificiales de longevidad más allá de las posibilidades de vida "naturales" que le otorga el puro mecanismo económico automático del mercado. Efectivamente, desde el punto de vista del mercado puro, el ciclo de acumulación llegó hace tiempo a su límite; hoy está emprendiendo una nueva espiral de destrucción de fuerzas productivas y de hombres a fin de obtener nuevas condiciones para reiniciarse.

marzo 2003