Philippe Bourrinet y la contrarrevolución

Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el periodo de transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.

Marx, Crítica del Programa de Gotha

Pocos meses atrás hemos sido objeto de un artículo injurioso digno de la campaña de difamación en que constantemente se encuentra empeñada la más infame reacción. Basándose en un trabajo aparecido en la edición número 15 de Prometeo en 1998 sobre el Livre Noir del comunismo Philippe Bourrinet ha abierto todo un "expediente" contra el partido. Para alimentarlo ha recurrido sin vacilar al ardid y a la calumnia personal. En este artículo se ha llegado al extremo de comparar al autor de nuestra crítica al Livre Noir del comunismo, Celso Beltrami, con las figuras siniestras de los "procesos de Moscú" de 1936: Zdanov y Vizhinsky, acusándonos implícitamente de participar del espíritu inquisidor y paranoico del stalinismo. Poco le ha importado al autor que los directos antecesores de nuestra corriente en la época a que se refiere hayan sido precisamente el blanco principal de los acusadores y verdugos del Estado stalinista. El artículo ha sido redactado por el señor Philipe Bourrinet ex militante de la CCI, quien, para sorpresa del público menos informado, ha escrito algunos libros sobre la historia de la Fracción de la Izquierda italiana y sobre la izquierda germano-holandesa, editados anónimamente por la CCI, pero el último vuelto a publicar por la editorial Graphos cuando el autor abandonó la CCI. Si como historiador y como ex militante las concepciones de fondo del PCInt no deberían serle desconocidas, tantos son los errores de bulto en los que se precipita que se diría que o no ha entendido nada o, presa de la inquina política, es animado por la mala fe. No objetamos el "derecho" de Bourrinet a controvertir y poner nuestras posiciones en tela de juicio, pero tantas y tan prominentes han sido sus deformaciones y omisiones que es preciso preguntarse si no conoce nuestro punto de vista sobre Lenin, sobre el capitalismo de Estado, sobre la relación dictadura del proletariado-consejos-partido, sobre el bordiguismo, etc. consignadas en los documentos fundamentales del Partido. Bajo cierto punto de vista, Bourrinet no ha hecho más que recoger los escombros del stalinismo y del trotskysmo, endilgándonos todos sus vicios y falsificaciones. En otras palabras, para poder refutarnos cómodamente ha trastocado artificiosamente las cosas y las ha pergeñado según sus conveniencias: primero nos ha asimilado a aquellos que por decenios han sido nuestros adversarios políticos y teóricos y después nos sitúa en el pasado como parte de un movimiento que ya ha sufrido el irrefutable veredicto de la historia. A propósito del método seguido por Bourrinet resulta curiosa la defensa que en nombre de la "reflexión histórica y teórica" ha hecho de Nicolás Werth en alusión a la suspicacia - entre otras cosas perfectamente lícita - exteriorizada por Beltrami alrededor de las fuentes "factuales" usadas por aquél. En realidad el procedimiento de Bourrinet es aquí manifiestamente el propio de todo embarullador intelectual desde el momento en que niega que toda presentación de los hechos se encuentra ligada implícita o explícitamente a una previa valoración ética y política. A este respecto, la cuestión de fondo se puede resumir en una sola pregunta: ¿tiene Beltrami la facultad de juzgar - aceptando o no su verosimilitud - las fuentes empleadas por Werth? En efecto, Bourrinet quiere que Beltrami acepte el punto de vista de los hechos expuestos por Werth, como si Werth constituyera la expresión de los hechos y no solamente, como todos los demás mortales ordinarios y corrientes, una interpretación de los mismos. Olvidando que las opiniones y juicios emitidos por los autores de estas observaciones no dependen directamente de los "hechos" y "datos" registrados por la documentación de la que parten no sólo por razones de índole puramente psicológica - dado que en su gran mayoría los mismos son ajenos a las circunstancias y a las condiciones en que éstos se desenvolvieron - sino de su particular óptica de clase relacionada con los intereses y objetivos específicos que representan en la sociedad. Detrás de esto sólo hay una tentativa de chantaje moral que trata de enfrentar tanto al propio Beltrami como al lector en general no al contexto histórico concreto de la revolución rusa, sino con una manipulación ética y casuística de los "hechos" dirigida a causar repulsión moral en toda persona sana. No hay ningún intento particular de reconstruir, desde la perspectiva que mantienen en la confrontación actual, el contexto al que éstos obedecen, procurando desentrañar su sentido, su dirección y sus consecuencias en términos de la colisión de las fuerzas efectivas empeñadas en el campo. Por otra parte, no creemos en la sofística "objetividad neutra" de un presentador de hechos que no cree estar ante un proceso histórico con derecho a ser expuesto según sus fuerzas motrices y su carácter peculiar, sino ante una vulgar causa criminal en un tribunal. Respecto a este punto no cabe otra opción que la que en su momento adoptó la revolución rusa: la lucha y disensión a muerte entre las fuerzas en disputa.

Pese a que nunca el proletariado en la historia ha ido tan lejos como bajo la conducción del partido bolchevique ni una metodología de acción ha tenido tanto éxito para conducirlo hacia la victoria, el principal objeto de ataque de Bourrinet es nuestra recepción del pensamiento de Lenin, cuyo método y acción condena en bloque asimilándolo al del stalinismo y el Estado totalitario. Es curioso que en ningún momento Bourrinet distinga entre el Lenin marxista que razona desde el movimiento revolucionario práctico y teoriza sobre sus imperativos y problemas, y el "leninismo" creado a la medida de la burocracia rusa. Por estas razones, en esta réplica defenderemos la vigencia de Lenin y de la Revolución de Octubre a la luz no del pasado, sino de los problemas y tareas presentes de la revolución social, los únicos que verdaderamente interesan y conciernen a su vigencia en términos de la acción real. No se trata, por tanto, de la figura "sagrada" de Lenin defendida por móviles puramente dogmáticos o intereses de casta, como frívolamente arguye Bourrinet, sino de la defensa de lo que consideramos la mayor victoria del proletariado hasta nuestros días y de las lecciones históricas y políticas que se derivan de esta experiencia tanto por lo que toca a las conquistas del método revolucionario práctico y a las posibilidades de victoria del proletariado, como por lo que incumbe a las condiciones y las respuestas al por qué ha triunfado la contrarrevolución. No estamos, por tanto, prisioneros de un "ismo". Nuestras observaciones críticas a Rusia y a los errores de Lenin y de los Bolcheviques han sido formuladas a lo largo de 70 años de evolución teórico-política, son muy bien conocidas. ¿Qué reivindicamos y qué cuestionamos de la contribución de Lenin y de los bolcheviques a la teoría, el programa, la organización y la acción revolucionaria? Esto resulta muy claro para cualquiera que examine y siga en cada una de sus fases sin ideas preconcebidas nuestra elaboración casi centenaria.

Bourrinet: su mundo y nuestro mundo

Antes de abordar el problema anterior hay que precisar cuál es la posición de Bourrinet en el campo consejista y obrero. Existe, en efecto, no sólo una gran distancia cronológica, sino política entre los militantes clásicos del consejismo - los Pannekoek, Mattick ecc. - y sus mentores ideológicos de nuestros días. Los primeros constituían un sector real y coherente del movimiento proletario que había reaccionado primero contra el funcionarismo y el revisionismo de la Social-Democracia y luego contra los efectos del proceso contrarrevolucionario ligado al aplazamiento de la revolución europea en los años '20. Cuanto más la crítica teórico-política trata de llegar hasta los huesos de los Bourrinet de nuestra época más certeza le cabe de que tanto Bourrinet como su discurso son tan sólo un espejismo. Bourrinet no existe en términos de la Revolución, sólo en el mundo de los sueños y de las meras imágenes. No tiene la revolución real, sino sólo una idea abstracta de ella. No habla desde, por y para la revolución, sino desde lo que cree que Ella es. Bourrinet intenta ser un representante del movimiento de los consejos, pero no de los consejos reales que organizan su defensa contra el capitalismo y luchan por organizar una nueva sociedad (los consejos de la Revolución Rusa), sino de los consejos del topos uranos, con los que mantiene una extraña conexión platónica. En el plano de la revolución social contrapone el partido bolchevique a los soviets, considera al primero como el germen de un estatalismo contrarrevolucionario y a los segundos como el comunismo realizado, lo cual equivale, de hecho, a contraponer las instituciones de la revolución proletaria a su programa y a la voluntad colectiva organizada que lo representa. Por pensar que de suyo los soviets constituyen la emancipación en acto de la clase obrera y el partido un órgano separado dominado por la lógica estatista del poder (en consecuencia, predestinado a ahogar la autodeterminación obrera), Bourrinet deja a un lado el problema medular de la revolución social: el de la centralización del proletariado en torno al programa revolucionario y la dinámica que subvierte las relaciones de producción y derroca al Estado, en función de los cuales se define el contenido histórico de las organizaciones político-sociales de los trabajadores y se puede establecer si realmente están llamadas a abatir el capitalismo y a crear la sociedad comunista. Bourrinet se muestra muy osado: está dispuesto a sostener que esta forma de organización (el consejo) es por excelencia la Revolución aún a costa de las derivaciones que sufra a causa de los resultados concretos de la lucha política librado en su interior entre la revolución y la reacción y de los giros radicales que le sean impuestos por las fluidas relaciones de clase.

Comparados con los actuales defensores de la idea de los consejos Pannekoek, Korsh, Matick, Rolland-Host, eran hombres y mujeres que encarnaban un movimiento y una lucha: todos habían reaccionado contra la involución del partido y el sistema de organizaciones que aún en su tiempo se presumían "revolucionarios". Su vida y su obra representaban un esfuerzo genuino por superar una experiencia histórica y encontrar la salida adecuada al escollo con que había tropezado el movimiento proletario al intentar transformar la sociedad. Ciertamente la corriente consejista constituyó al cabo del tiempo una experiencia fallida, pero llena de vitalidad, de intuiciones de gran alcance, de observaciones y lecciones profundas para nuestra clase -tanto en sentido negativo como positivo. No obstante, a medida que el movimiento consejista y obrero refluía, tanto más se acentuaba su idealismo de fondo - consistente en un divorcio de la lucha política respecto de las circunstancias efectivas y la petrificación de su horizonte político e intelectual en un período anterior - hasta desembocar en una visión idealista de la clase obrera que la hacía abjurar de toda tentativa de organización política independiente - por estimarla substitucionista de la clase obrera - y a anteponer al proceso histórico-concreto de organización y educación revolucionaria del proletario un principio ideal. Incluso si respecto a ciertas cuestiones los consejistas estuvieron, en una primera etapa de su proyecto, más cerca de la verdad que la Izquierda comunista coetánea, sus visiones (la de los consejistas se entiende) estaban insertas en un planteamiento metodológico que, en su conjunto, los hacía arribar a una especie de menchevismo radical que se apartaba y se aparta del materialismo histórico. Al contrario, la Fracción, incluso equivocándose en ciertas valoraciones - por ejemplo, cuando negaba que en Rusia tuviese lugar el capitalismo (y aún más el socialismo), porque consideraba que los trabajadores eran explotados por el capitalismo internacional - traía consigo, empero, los recursos dialéctico-metodológicos para corregir tales errores y encontrar el camino justo, no obstante lo cual sería erróneo estimar a la Fracción de la Izquierda Comunista como un todo homogéneo, dado que en la discusión sobre esta y otras cuestiones ya aparecían in nuce los tres filones en los cuales se ha dividido posteriormente el campo internacionalista: el PC Int., los bordiguistas y la CCI.

Pero, ¿qué nos ofrece Bourrinet? Su consejismo es un fetiche sin vida; es un ideal que hay que construir afuera de las contradicciones del mundo real y, por tanto, es incapaz de ofrecernos una reflexión desde el movimiento que desde las condiciones concretas de la sociedad combate por su abolición revolucionaria real; en él, en efecto, la revolución resulta sólo de la aplicación a pie juntilla de un ideal como canon de análisis de la historia efectiva y principio de acción para un mundo que únicamente existe en su cabeza y que tal vez no lo acepte. En el primer caso, sólo tenemos un "maravilloso" Lecho de Procusto ético que se limita a acusar a la historia de "desviacionista" por no conformarse a sus grandiosos postulados y esperanzas; en el segundo, la acción tiene lugar en un universo fantástico en cuya puerta de ingreso Bourrinet exige el santo y seña consejista.

La cuestión del partido político

El punto axial en torno al que gira toda la argumentación de Bourrinet estriba en la cuestión del Partido. A su juicio, todo el engendro diabólico del capitalismo de Estado y del mal histórico tan profuso en el siglo XX tiene como receptáculo la concepción y la práctica de partido desarrollada por Lenin y los bolcheviques. Para los "consejistas" a la Bourrinet la revolución no es, en efecto, un largo, contradictorio, complejo y doloroso proceso internacional de lucha político-social, sino algo que acontece única y exclusivamente en la espontaneidad de clase y como expresión de una autoconsciencia autónomamente adjudicada. Así, consideran a la clase en su conjunto como directamente consciente, como un ser naturalmente predispuesto a adoptar una consciencia adecuada y, por lo tanto, como portadora de una autoconsciencia cabal acerca de las transformaciones sociales a operar y de sus tareas históricas. Los Bourrinet no entienden, pues, la toma de consciencia comunista y la constitución del proletariado en clase como un proceso histórico, sino como algo ya dado intrínsecamente en la condición obrera.

Para sustentar esta tesis implícitamente tienen que empezar por negar los hechos elementales de la sociedad capitalista y su repercusión sobre la consciencia y la conducta del proletariado (la estratificación social de la clase, la división-parcelación del trabajo, la diferente formación y grado de desarrollo histórico de cada uno de sus sectores en función del mismo avance del capital, la distinta experiencia política y organizativa, las diversas plataformas nacionales, culturales, políticas y étnicas de la que se halla imbuida cada una de las secciones de la clase obrera y que sirve de referencia inmediata y taxativa de su acción efectiva, la hegemonía ideológica de la burguesía, etc.). Pero esta negación encierra también la renuncia a una praxis y una perspectiva políticas superiores al plano de la mera espontaneidad obrera y de las circunstancias y acciones inmediatas. En efecto, si en realidad la atención de los revolucionarios está orientada a brindarle una solución al problema de la dirección comunista del proletariado no se pueden ignorar las repercusiones en el terreno político-organizativo del análisis marxiano de la alienación, del fetichismo de las mercancías y de la falsa consciencia extraídas por Lenin a principios del siglo XX y sistematizadas por los mejores continuadores del método revolucionario práctico. En este caso los Bourrinet, al igual que todo el conglomerado consejista, parten de una idealización del proletariado - en particular de su organización - y de una negación radical de lo que denominaremos en gracia de discusión el factor político-activo en la organización y desarrollo del movimiento obrero revolucionario. Aunque admiten la necesidad de que el proletariado se libere de la prisión ideológica en que yace oprimido como condición del acceso masivo a la consciencia comunista, dejan el aporte de esta condición a la realización de un misterioso proceso que procede a través de no se sabe qué extrañas mediaciones ya que proponen su solución al problema histórico de la organización del proletariado en clase como mero postulado disociado de la real lucha política de clase.

En este sentido, puede aseverarse que la ideología anti-leninista de Bourrinet - de igual modo que el llamado "leninismo" - se cuenta entre las racionalizaciones de la contrarrevolución victoriosa. Pertenece a una etapa histórica del movimiento proletario en que, tras la derrota de la revolución social internacional abierta por el Octubre ruso, el pensamiento de Lenin fue objeto de un doble ataque destructor por parte de corrientes que, reflejando la desintegración del poderoso y masivo movimiento anticapitalista en los años '20, se replegaron sobre posiciones o bien ya superadas de cuño anarcosindicalista que reducían la revolución a una cuestión de forma de organización o de carácter justificatorio del status quo alcanzado con la consolidación de la burguesía de Estado en ese país. En primer lugar, un sector radical y crítico del viejo movimiento obrero atribuyó a la aplicación del método "bolchevique" la responsabilidad histórica por el curso degenerativo de la revolución rusa, condenando de plano y en su conjunto al "leninismo" por ser una apología del jacobinismo burgués y del capitalismo de Estado. En vez de tratar de entender los hechos históricos y desentrañar sus raíces, esta corriente se quejaba de ellos, se constreñía al puro rechazo idealista al curso degenerativo de la revolución en Rusia. En consecuencia, la solución histórica de Lenin al problema de la dirección y la organización del proletariado fue ignorada o convertida en objeto de una crítica puramente ideológica - pensada desde del modelo de los burocratizados partidos socialdemócratas occidentales o del hierocrático partido stalinista que había usurpado el nombre del bolchevismo. En el mayor número de casos, dicha crítica se debatía entre la exacerbación voluntarista de los rasgos que a su juicio constituían la antítesis pura del viejo movimiento obrero dividido en partidos y sindicatos o simple y llanamente prescindía de la experiencia revolucionaria obtenida por la clase en sus precedentes jornadas revolucionarias. En segundo lugar, gracias al aplastamiento de la Revolución rusa y a la liquidación del partido bolchevique, el pensamiento de Lenin sufrió una instrumentalización en clave burocrática que lo metamorfoseaba en una doctrina apologética al servicio del nuevo sistema de clases stalinista.

En suma: las teorías y contribuciones de Lenin han experimentado en el transcurso del siglo y como consecuencia directa de la contrarrevolución dos idealizaciones mutuamente condicionantes y complementarias: de una parte, el "leninismo", vale decir, la ideología oficial que representaba en Oriente a una burocracia que gobernaba no sólo sin, sino contra el proletariado y que en Occidente era expresión de las tendencias estado-capitalistas y de las categorías integradas del movimiento obrero, y, de otro lado, el "antileninismo", la ideología de los grupos que, incluso reaccionado sanamente contra el capitalismo de Estado y la burocracia obrera dominantes, elaboraron una peculiar doctrina "comunista" en el vacío del arquetipo de la organización obrera revolucionaria (el consejo). Desprovista de la prueba de su práctica, esta doctrina fue desarrollada como antítesis pura y abstracta del "leninismo", al que se limitaba a negar sin superar las condiciones de su realización práctica. Carente ya de todo fundamento y referente en la lucha y las motivaciones efectivas de la clase, esta corriente ha renunciado a toda iniciativa de dirección y organización comunista independiente. En nombre de un anti-substitucionismo de principio, se ha limitado por decenios a contemplar expectante el marasmo tradeunionista en que ha quedado sumida la clase obrera. En la medida que su influencia se lo ha permitido, esta ideología ha contribuido a mantener al proletariado en un estado de parálisis y privado de directrices e iniciativas. De hecho, al poner como condiciones ideales de la acción "la lucha del proletariado en su conjunto", oponiéndose histéricamente a toda iniciativa de vanguardia o de minorías revolucionarias activas, los grupos consejistas actuales existen sólo a condición de reducir la acción de sus integrantes a la difusión de ideas, a la propaganda y, a lo sumo, a la agitación, por eso su nexo con el movimiento real de la clase obrera casi siempre ha quedado encerrado, para efectos prácticos, en un horizonte de carácter puramente economicista y tradeunionista. Así, uno de sus resultados más desastrosos ha estribado en convertir a militantes combativos en inocuos espectadores interfectos de las luchas reales.

Puesto que ha reemplazado a la revolución real por lo que no es más que un pensamiento de ella, puesto que ha negado idealísticamente la autonomía relativa del momento político-activo de la consciencia y de la praxis obrera - y, particularmente, la función histórica de mediación-enlace desempeñada por la vanguardia revolucionaria entre la consciencia psicológica de clase y su consciencia adjudicable - su primer efecto ha consistido en destruir el carácter unitario y totalizante del movimiento revolucionario de clase. Consagrada a desbaratar antes que a tejer las conexiones entre el movimiento y su programa histórico, ha opuesto a este último y a sus encarnaciones concretas su concepto meramente abstracto de la acción espontánea de la clase obrera. De este modo, ha destruido el influjo recíproco que media entre el ser y la consciencia sociales en el proceso histórico de constitución del proletariado en clase.

El punto de partida de Bourrinet constituye, por ende, uno de los tantos vestigios de la contrarrevolución del pasado. El carácter pernicioso de esta ideología adquiere relieve cuando la discusión vira hacia el tema de la centralización de la acción obrera, cuya sola mención causa estupor entre los consejistas, aunque prácticamente equivalga a esquivar o eludir el problema de la afirmación del programa comunista. Pese a su aparente inocuidad y corrección, su idea del consejo autodirigido y de la democracia obrera esconden la naturaleza conflictiva, de clase, de la sociedad a transformar; al mismo tiempo, mistifican las tareas y papeles que está destinado forzosamente a ejecutar el proletariado cuando se halle en el estado de clase dominante.

Si se conviene en los siguientes dos supuestos esenciales, por otra parte confirmados por la historia:

  • primero, que el proletariado no se hará comunista repentinamente y sin la mediación de un prolongado ciclo de aprendizaje político a través de la lucha social y,
  • segundo, que no se accederá a un modo de producción comunista por voto unánime sino luego de una larga y penosa transición, debe admitirse también que la dictadura del proletariado, esto es, la erección del proletariado en clase dominante para aplastar a la burguesía y las relaciones sociales en que reposa su poder, constituye una fase intermedia de lucha violenta y de despotismo revolucionario.

Después de casi dos siglos de movimiento obrero revolucionario e infinitas tentativas de poder obrero, no se puede simplemente hacer caso omiso del hecho de que el proletariado organizará y hará la revolución social no como representante de toda la sociedad, en nombre del pueblo en su conjunto y de la realización de la libertad, sino como fuerza de expropiación y destrucción de las clases, relaciones, instituciones, ideologías e individuos del pasado. Incluso el mismo Bourrinet estará dispuesto a aceptar que esto entraña una lucha mortal. Sin embargo, frente a la disparidad y conflictualidad del mundo real y de la clase, los consejistas a la Bourrinet conciben y presentan, en cambio, un fabuloso mundo obrero cerrado y encapsulado, uniformemente orientado hacia la destrucción de la vieja sociedad y la edificación de la nueva que la reemplazará. La única alternativa que le dejan a los trabajadores es conformarse a su modelo preconcebido saltando por encima de todas las evidencias en contrario y de todas las circunstancias históricas que condicionan la acción real del proletariado. Si no es así, si la clase no obedece a este verdadero imperativo categórico: ¡ateneos a las consecuencias! porque vendrá la degollina general. He aquí cuál es la razón de que el inmovilismo político y la parálisis organizativa, vale decir, la impotencia en acción, sean el único resultado visible tras varias décadas de prédica consejista.

Quizá esta es la causa por la cual en su razonamiento está ausente la más simple noción de la ruptura revolucionaria, de la cual el partido y la dictadura proletaria son una cristalización. En efecto, normalmente es fácil entender que la necesidad de la transformación revolucionaria de la sociedad no se presenta como un reclamo unánime y libremente consentido, sino como un choque violento entre las clases y sus respectivas voluntades y organizaciones. Sin embargo, en el terreno de la explicación del surgimiento de la consciencia y del movimiento revolucionario de clase Bourrinet permanece prisionero de un engañoso determinismo sociológico. A la idea de la revolución comunista y de la toma de consciencia revolucionaria de que se ha servido para efectuar su crítica del bolchevismo, subyace el pensamiento de que la consciencia de clase revolucionaria nace silvestre, homogénea y directamente de la condición objetiva del proletariado en conexión con la natural evolución económica de la sociedad capitalista. En realidad, sólo si le damos a la Historia una entidad sustantiva, podemos pensar en los movimiento sociales revolucionarios como fuerzas que obedecen al desenvolvimiento natural de un proceso cuyo final está predeterminado independientemente de nuestra consciencia y de nuestras acciones.

A menos que se piense que es suficiente esperar pacientemente a que la Historia marche autónomamente por un rumbo predicho - el inexorable derrumbe del capitalismo - se puede dar crédito a la idea consejista de revolución. El capitalismo y todo su sistema de vida, relaciones e instituciones no desaparecerá automáticamente ni por efecto de una evolución gradual de la sociedad ni como consecuencia de una decisión unánime del proletariado. Bajo todos los casos graves y cruciales de una revolución social, el movimiento de transformación y concreción del comunismo sólo podrá ser empujado hacia adelante por los elementos revolucionarios capaces de sobreponerse a las circunstancias inmediatas y perseverar en los intereses y objetivos históricos generales de la clase trabajadora. Sin sus órganos políticos - el partido y la dictadura de clase - en cuanto expresiones de su voluntad revolucionaria, la base masiva del movimiento emancipatorio carecerá de la fuerza, la claridad y los mecanismos para combatir y vencer a la vieja sociedad. Una sociedad libre de la ley económica del valor, sin propiedad ni mercancía, es imposible sin primero derrocar y después vencer la resistencia del viejo orden social. Ambas cosas requieren por mucho tiempo de la presencia de un fuerza política organizada que combata por el programa histórico del comunismo y de instrumentos de clase para el ejercicio de la dictadura revolucionaria.

Pero en la cabeza de Bourrinet conviven pensamientos contradictorios. Acaso su paso por las filas de la CCI ha dejado su "imprinting". Sus pretensiones a un purismo autonomista del proletariado no parecen ser una convicción muy profunda teniendo en cuenta que la seria y honda reflexión científica que reivindica como parte de la superación de la prisión del proletariado no deja de ser un platillo muy costoso de preparar en los ámbitos reclusorios en que permanecen los miembros activos - esto es, no teóricos - de la clase trabajadora. Suena irónico, pero, fuera del partido orgánico del proletariado, nunca se ha intentado poner en práctica una forma eficaz de colectivizar la reflexión y el pensamiento capaz de superar la resección del hombre impuesta por la división del trabajo. A despecho de sus intenciones, la oposición radical al partido proletario condena a Bourrinet a justificar indirectamente la perpetuación de una categoría intelectual privilegiada superior a la clase de los productores. El partido orgánico de clase, el yo colectivo afirmado en la lucha cotidiana contra el capital y sus divisiones, es la única posibilidad real que se abre hoy al proletariado de que algún día la cultura y el ejercicio del pensamiento, a través de la conquista de la actividad plenamente consciente y libre, sean una facultad inherente a todos. En efecto, el autonomismo anti-substitucionista de Bourrinet es practicable en todos los casos que su imaginación le ofrece, excepto en el complicado terreno de las ideas.

Curiosamente él mismo, refiriéndose a la función mistificadora de la ideología y sin advertir que su raciocinio aporta argumentos en contrario, señala quejosamente:

Aujourd'hui encore, l'idéologie - et non la réflexion historique et théorique - domine. La sortie du livre de Courtois et son exploitation par les médias le montrent amplement. Tant que l'on confondra capitalisme d'Etat et socialisme, contre-révolution et révolution, les classes dominantes - quelle que soit leur couleur idéologique (“capitaliste libérale”, “socialiste”, “communiste”, “fasciste”) pourront dormir sur leurs deux oreilles, ou plutôt sur leurs sacro-saints profits. En véhiculant sans répit l'idée d'une opposition entre “communisme” et “capitalisme libéral”, les possédants son certains que les barreaux idéologiques dans la tête des exploités sont bien plus sûrs que les barreaux de n'importe quelle prison.

¿No es éste, a pesar de Bourrinet, para quien sepa leer, un reconocimiento implícito de la necesidad histórico-estratégica del partido revolucionario tal como lo ha concebido Lenin? He aquí que si tuviésemos que hacer un panegírico de la lucha política y, particularmente, de la lucha de partido, no habríamos elegido mejor argumento.

Pero, ante todo, hay que extraer las debidas consecuencias del razonamiento anterior: la inevitabilidad y la necesidad imperiosa de la división de programas y perspectivas en el seno del movimiento social proletario, o, dicho de otro modo, la necesidad e inevitabilidad de un enfrentamiento político por parte de la corriente revolucionaria con las distintas influencias burguesas que anidan en el movimiento obrero. Rehusar este enfrentamiento significa:

delegar a los partidos burgueses y obrero-burgueses la gestión de las masas alrededor de las cuestiones políticas fundamentales (la guerra, el nacionalismo, la democracia, la política económica, etc.)... El partido se forja en la lucha política contra las líneas de la clase adversa.

Giovanni Leone, Lettera

En otras palabras: ¿cómo puede avanzar una clase ignorando las visiones, móviles, horizontes e influencias recibidas por los diferentes estratos del proletariado? ¿Puede avanzarse hacia el comunismo sin, por ejemplo, combatir decididamente el reformismo? En el seno de la clase trabajadora y sus organizaciones se ha librado y se libra una lucha sin cuartel entre distintos programas, estrategias y métodos que se disputan un mismo terreno: el de la dirección política del movimiento obrero. Tal cosa es por sí sola suficiente para exigir la organización de los revolucionarios en partido. En efecto, en la lucha por dar una solución al problema de la dirección comunista del proletariado habrán de converger los núcleos dotados de una perspectiva de largo alcance acerca del proceso histórico de la revolución dispuestos a asumir organizadamente la complejidad de la lucha política por hacer triunfar el programa comunista. Cuando de lo que se trata es de organizarse como clase para derrotar al enemigo histórico, la discusión en torno tanto a los objetivos del movimiento como a las tareas, las medidas, los métodos y los procedimientos que habrán de articular y orientar a la masa combatiente acabará por desencadenar un duelo a muerte encaminado a definir el rumbo ulterior de los acontecimientos.

La necesidad del partido viene dada, consiguientemente, por la necesidad de unificar la voluntad revolucionaria colectiva en la acción frente a los demás intereses, corrientes e influencias. Entiéndase bien. No se trata de una indómita voluntad autónoma respecto del proletariado y de la totalidad de condiciones objetivas de la sociedad que configuran la tendencia hacia el socialismo. La voluntad revolucionaria organizada nace y se desarrolla con dependencia de la clase y de esta totalidad de condiciones.

Sin embargo, como ha escrito Marcusse en 'Razón y Revolución', estas condiciones sólo se convierten en condiciones revolucionarias si son captadas y dirigidas por una actividad consciente, que tenga en mente el objetivo socialista. No existe ni el atisbo de una necesidad natural o inevitabilidad automática que garantice la transición del capitalismo al socialismo.

En el curso de la lucha por sus objetivos y perspectivas emancipatorios, se va gestando una comunidad de acción y de programa que se cristaliza en la praxis politico-organizativa y teórica de militantes concretos. Dicha comunidad - formada, depurada, educada y unificada en la lucha - se decanta organizativamente en función de la constitución del proletariado en fuerza histórica opuesta a la totalidad del orden establecido, conformando el partido de la subversión y del derrocamiento total del capital y del Estado a escala mundial.

El problema de la dictadura del proletariado y la suerte de Lenin

La suerte última de la revolución social depende de la dictadura del proletariado, es decir, del vigor y eficacia con que la organización revolucionaria de la clase obrera haya barrido desde el comienzo al sistema productivo burgués. Nadie puede ignorar que esta victoria está sujeta en el plano de la organización, de la acción y las realizaciones prácticas tanto a la hegemonía política e ideológica del programa comunista, como a la extensión de la revolución a los más importantes países industriales. Así, pues, entre el partido revolucionario y la dictadura del proletariado existe una relación inextricable; ambos configuran los dos aspectos inseparables de una misma totalidad. Pero esto significa al mismo tiempo - y Lenin ha sido el primero en verlo claramente - que, aunque gozan de un nivel más o menos grande de autonomía relativa - el partido y la dictadura proletaria no son formas substantivas y libres, sino el reflejo consciente y activo de las relaciones de clase en la sociedad. Si bien constituyen una necesidad histórica en virtud de las condiciones en que viven los hombres en la sociedad capitalista y del desarrollo contradictorio de los movimientos de liberación de la clase oprimida, no son en modo alguno un absoluto: la función del partido y la dictadura serán superados en función primero del avance de la capacidad social y cultural de los obreros y luego de la progresiva erradicación de las relaciones sociales burguesas y de clase (aludimos aquí esencialmente a la desalienación de la sociedad y de las relaciones humanas).

Como lo hemos visto arriba, Lenin - y cuando hablamos de Lenin nos referimos al organizador de la lucha por la dictadura exclusiva del proletariado, al Lenin de la contraposición irreductible entre la burguesía y el proletariado, al Lenin centralizador de la colectividad revolucionaria en torno al programa comunista, al Lenin de la lucha de clases contra la democracia parlamentaria y la conciliación de clases - no ha salido indemne del sistemático trabajo de falsificación a que lo ha sometido la contrarrevolución triunfante. Ha sido, en efecto, el stalinismo el que ha hecho pasar como propio de su sistema todo cuanto precisamente constituye la antítesis de la concepción y el método bolcheviques: la subordinación del proletariado al Estado nacional y el nacionalismo, la justificación de los frentes populares y todas las modalidades de alianzas interclasistas, la concentración monopolista de los medios de producción y del poder político en manos de una burguesía de Estado, la confusión del socialismo con la economía de mercado, con el dinero, con la regulación de la actividad y el intercambio social por la ley del valor, con la perpetuación del trabajo asalariado, de la familia... Nuestra recepción de la concepción de Lenin no tiene ni la más remota relación con el llamado "leninismo", el cual, tras ser puesto en exergo por el stalinismo, ha pasado a la historia como una vulgar sacralización de una exégesis amañada de su pensamiento.

El Lenin que tenemos en perspectiva representa, por el contrario, la más rigurosa continuidad con el pensamiento marxiano, vale decir, representa la consciencia viva de que sin la lucha violenta contra la burguesía, sin la dictadura del proletariado, la emancipación de la clase trabajadora no pasa de ser una consigna vacía. En suma, revivimos en el terreno de la lucha la directriz que sintetiza el planteamiento estratégico del más destacado inspirador del bolchevismo: sólo si el proletariado se organiza en partido político a fin de combatir decidida, metódica y sistemáticamente por la realización de su propio programa histórico a todos cuantos a "derecha" e "izquierda" intentan desviarlo de su camino, podrá alcanzar la victoria final sobre la burguesía.

Este trazado de Lenin contrasta, naturalmente, con el realizado por Bourrinet. En efecto, el Lenin de Bourrinet es el mismo que la talmúdica staliniana ha hecho pasar como artífice del "Estado socialista". Pero entre este Lenin y nuestro Lenin hay tanta diferencia como entre el Lenin vivo de 1917 y el Lenin momificado en el mausoleo de Moscú. Si en el Livre Noir la cuestión central de la discusión es la satanización del comunismo y de la revolución social - mostrándolos como las fuerzas originadoras del genocidio, del terrorismo, del totalitarismo y de la destrucción sistemática entre los hombres - en su breve comentario Bourrinet acepta sin más la versión stalinista. He aquí por qué del mismo modo que los stalinistas fabularon para justificarse el mito de Lenin como creador del "Estado socialista" - invocando la adhesión formal a ciertas tesis suyas previamente dogmatizadas como fuente emanatriz de toda autoridad y legitimidad revolucionaria - Bourrinet - y con él todo el movimiento que se distingue por la fetichización de los consejos - ha creado el mito complementario de Lenin "padre" del capitalismo de Estado para contraponerlo a su imagen idealizada del proletariado y del socialismo. La imputación consejista y anarquista a Lenin de la ulterior contrarrevolución stalinista resulta de la aceptación acrítica de un punto de vista aún peor: la reducción de Lenin al "leninismo" creado y adaptado a las necesidades de automistificación de la burocracia estatal en Rusia. Aunque tiene el mérito de denunciar las nuevas modalidades de dominio del capitalismo de Estado ruso, dejándolas desprovistas de los ropajes mistificatorios con los que las había ataviado el stalinismo para justificarse, no existe una diferencia de fondo entre la versión staliniana del leninismo y la de Bourrinet. No obstante, por una razón idéntica, este último, al igual que todo hombre que razona fuera de la revolución, incurre en el mismo procedimiento idealista que reduce la historia a individuos, a ideas y personalidades monstruosas. Bourrinet, en efecto, ha hecho de Lenin el responsable del capitalismo de Estado y de la dictadura terrorista sobre la clase obrera. En el fondo, esta atribución suena tan descabellada como el intento capitalista de adjudicar a Marx el Goulag y el Estado Totalitario por el sólo hecho de que Stalin y sus secuaces se han reivindicado "marxistas". Pese a que Bourrinet se queja (véase, Du Bon Usage des Livres Noirs) de que "la ideología - y no la reflexión histórica y teórica - domine", hay que lamentarse igualmente por el hecho de que aún la discusión que intenta llevar adelante este autor gravita esencialmente en torno a nombres, olvidando que los nombres ocultan los procesos históricos y los sistemas en confrontación. Efectivamente, a pesar de todo su alegato contra la ideología, nuevamente un individuo, un partido y una "ideología" - vale decir, Lenin y el Bolchevismo - aparecen como las fuentes generadoras de la historia, ocultando las fuerzas y los mecanismos sociales de que realmente es fruto.